Opinión

Crear o Reinventar

En México, la improvisación y el realismo sociológico (desde la pobreza hasta los sismos) han dado lugar a asentamientos irregulares extensos.
lunes, 23 de agosto de 2021 · 16:10

La planificación urbana es una necesidad más básica de la que se cree, y se puede constatar en aquellos casos donde lo que hay es una falta de planeación, donde las ciudades (a veces las grandes ciudades) crecen a la buena de Dios, sin más brújula que la aglomeración de personas que van llegando, también, de manera desordenada y ahí se quedan. En México, la improvisación y el realismo sociológico (desde la pobreza hasta los sismos) han dado lugar a asentamientos irregulares extensos, donde habitan miles de personas en condiciones precarias, a veces por décadas. Desde invasión de terrenos hasta esquizofrenia registral, pasando por ciudades perdidas y cinturones de miseria, la realidad ha sido aplastante y los encargados de darle cierto orden a las urbes han lidiado precisamente con eso, con urgencias y dilemas para escoger el mal menor; la solución más razonable es aquella que deja menos desamparadas a la mayor cantidad de personas, que independientemente de la forma en que hayan llegado a una colonia o un predio, necesitan agua, luz, y condiciones mínimas de higiene y desarrollo.

Por eso las fantasías de crear ciudades perfectas son también recurrentes, y algunas se han llevado a la práctica. La más famosa es Brasilia, por supuesto, que es obra de un solo arquitecto, en teoría: Oscar Niemeyer. No es que se haya construido en el vacío, por supuesto, pero su configuración actual sí tiene más de diseño deliberado que de reacción demográfica espontánea. Hay casos menos afortunados. Hace poco me topé con estudios sobre una utopía tecnológica: Yachay, la “ciudad del conocimiento”, se empezó a construir en 2012 en Ecuador, como un proyecto emblemático del gobierno de la Revolución Ciudadana, en San Miguel de Urcuquí, Provincia de Imbabura. La idea se cimientaba en un doble énfasis: el urbanismo participativo, comunitario e inclusivo (“buen vivir”), y una versión de competitividad donde se aprovecha la biotecnología y se produce un diseño urbano que sustituya el modelo extractivista, por uno basado en la producción de conocimiento y alta tecnología, y que no dependa de la naturaleza. Sonaba bien, pero una de las quejas generales que surgieron con la construcción de la nueva ciudad, es que, en contraste con los grandes recursos destinados para ello (billones de dólares), la mayoría de las comunidades originarias no disponían de servicios básicos, y se imponía la escasez y la incertidumbre para familias de trabajadores y propietarios afectados (1,500 familias aproximadamente, entre 7,000 y 10,000 personas). A decir de algunos periodistas de ese país, hubo desplazamiento forzoso de comunidades y expropiaciones tortuosas a muchas familias.

Sin prejuzgar la dimensión política del tema en ese país sudamericano, me recordó la idea de Michael Oakeshott sobre el racionalismo político radical, aquel que siempre está más dispuesto a destruir que transformar. Tengo la convicción de que pueden lograrse grandes cosas al asumir la realidad de las comunidades y aprovechar lo que tienen de valioso, de único. Algunas regiones tendrán ya esa acumulación de institutos de investigación y científicos (me viene a la mente Morelos, en México), y habría que articularlos para potenciar sus alcances. Pero habrá otras regiones donde lo que hay que rescatar es, más bien, la riqueza histórica o la etnicidad particular, y esto también puede generar desarrollo democrático. Los próximos artículos trataré de bosquejar los rasgos principales de la creación de la marca - ciudad y la articulación natural de las fortalezas de las ciudades; porque se trata de enriquecer, no de destruir.

Puedes conocer más del autor en su cuenta de Twitter: @AnaCecilia_Rdz
 

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