A estas alturas, el FMI está oficializando los daños que a nivel doméstico se han registrado en todos los países, y haciendo un recuento del impacto económico que (como se dijo desde el inicio) trascenderá, por mucho, la dimensión médica de la pandemia.

En uno de sus últimos informes dice que los trabajadores menos calificados son los que más golpeados han sido, y seguirán siendo, en la debacle económica. A mayor detalle encontró que, en promedio, los trabajadores desempleados que logran reinsertarse en una nueva ocupación deben afrontar una elevada penalidad salarial media, que ronda el 15% en comparación con sus ingresos anteriores. Y es que estos trabajadores menos calificados sufren un triple golpe: tienen más probabilidad de estar empleados en sectores afectados más negativamente por la pandemia; tienen más probabilidad de perder el empleo en períodos de desaceleración económica; y, en el caso de los que logran encontrar un nuevo empleo, tienen más probabilidad de tener que cambiar de ocupación y sufrir una caída de sus ingresos.

De no adoptarse medidas que estimulen el mercado de trabajo (un escenario sin políticas), un shock económico provocado por una pandemia que golpea a las ocupaciones de forma asimétrica genera un enorme y rápido aumento del desempleo y un difícil y desgastante ajuste a medida que las condiciones económicas mejoren gradualmente. Si la conservación de los puestos de trabajo y el apoyo a la reasignación de trabajadores son utilizados como parte de un programa, el golpe al desempleo es menos grave y los trabajadores y las empresas pueden ajustarse más rápidamente. Esa combinación de políticas de apoyo también beneficia en forma desproporcionada a los trabajadores menos cualificados, que tienden a sufrir más a causa del mayor impacto de la pandemia en los trabajos de contacto intensivo pero de menor productividad. En ese sentido, tendríamos que ampliar la discusión de grupos vulnerables a sectores y empleos vulnerables como beneficiarios potenciales de políticas de intervención de largo plazo.

El tema es que al haber provocado experimentos sociales radicales y excepcionales (desde la automatización y el trabajo a distancia hasta el aumento indiscriminado de las jornadas laborales en casa), muchos sectores ya no quieren regresar a la situación anterior, aunque puedan. Esto se debe a la reducción de costos y el equilibrio en la productividad que están logrando a pesar de los despidos masivos y la reducción de las horas pagadas a ciertos trabajadores.  Hoy vemos, por ejemplo, escuelas que se rehúsan a retomar programas presenciales porque así pueden cobrar lo mismo pero erogar menos en todo (empezando por sus profesores) y muchas empresas han oficializado el home office en muchas de sus áreas para dejar de pagar renta de oficinas. Los empleados no se han dado cuenta de que ese regalo es un dardo envenenado.

Lo que más me preocupa es que no se vigile el efecto perverso. Si los grandes capitales presionan para que muchas de las medidas de emergencia se vuelvan permanentes (liberalizando aún más los contratos de trabajo, por ejemplo, para disminuir el impacto en la rentabilidad de las empresas), nos encontraremos en un proceso gradual pero imparable de subocupación y trabajos indignos, que se parecen bastante más al asistencialismo para impulsar el consumo (alguien tiene que comprarme los productos que hacen mis máquinas) que a un verdadero desarrollo, ya no digamos a uno incluyente y sostenible. Muchos actores políticos tendrían que estar, desde sus trincheras, haciendo lo posible para que este escenario no se vuelva realidad.

Puedes conocer más del autor en su cuenta de Twitter: @IsraelGnDelgado

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