Asusta lo nuevo, espanta lo diferente, impacta aquello que se desconoce o se ignora y de pronto irrumpe y aparece con todas sus posibilidades, con todas su alteridad exigiendo ser reconocida.
La reacción primaria, la más sencilla y simplista es la negación. Lo nuevo no existe, lo diferente es una anomalía, lo desconocido impedido de transitar hasta el descubrimiento, el conocimiento y la razón.
Sea un rostro, una idea, una cultura, una forma particular de ser y estar en el mundo: lo que irrumpe, se manifiesta y exige reconocimiento llega, cuando su fuerza es suficiente, a transformar una realidad que se asumía de cierto modo, y de pronto se enfrenta a incorporar elementos que la redefinen, la resignifican, la enriquecen con el aporte de lo que no estaba antes y ahora es.
Se transforma así el lenguaje, el paisaje, el ser de las ciudades y de las culturas.
El conflicto está siempre presente en el proceso, y resolverlo es deber de la política: del diálogo, del acuerdo, de la capacidad que tiene la democracia para transformarse y responder a nuevas realidades.
Y lo que entra en conflicto es la resistencia que busca detener aquellos cambios que la propia realidad exige: la cerrazón ante lo nuevo, la negación de lo que aparece ante los ojos, el rechazo que se genera a partir del desconocimiento de eso otro, de eso nuevo o diferente.
Los extremismos tienen en común esa negación, esa resistencia exacerbada hasta la intolerancia, esa ignorancia muchas veces voluntaria que lleva a negar incluso el derecho de lo nuevo, de lo otro, a manifestarse en la vida pública, a expresar sus ideas, a sumar su ser y su estar en una comunidad.
Descalificar al otro antes que acudir a él con la disposición de conocer, de reconocer, de entender lo que mira el otro, la otra, desde dónde mira y hacia dónde otea.
Hoy, en México, una de las irrupciones de esa otredad que más resistencia enfrenta es la que se desprende de los movimientos y las teorías feministas.
Resistencia que se traduce en miedo, negación, desconocimiento y falta de voluntad para acudir al encuentro de ideas, grupos, conceptos y personas que poco a poco están transformando la forma en que conviven, hablan y se relacionan las y los mexicanos.
Cambios en las leyes, búsqueda y poco a poco consecución de mayores espacios de representación para las mujeres, reconocimiento de la violencia que se padece y lenguaje nuevo para nombrar realidades que superaron ya las categorías previas (increíble que el término “homicidio” ya no baste para describir la perversidad, la indolencia y el odio que el vocablo “feminicidio” encierra), denuncias que ayudan a dejar de normalizar prácticas, costumbres y hábitos –toda una cultura– erigida en torno al modo de ser y de estar en el mundo en clave masculina.
Y por supuesto que todo ello genera miedo, aversión, rechazo, descalificación…
Miedo a esa otra que llega con libros nuevos, autoras nuevas o redescubiertas, toda una tradición de pensamiento que sostiene aquellas acciones que desde la plaza pública se traducen en cambios legales, la transformación jurídica de la realidad.
Miedo a ideas que desafían incluso el orden natural y el cultural, que lo cuestionan, que proponen salidas nuevas, que parten siempre del reconocimiento y la visibilización de un trato injusto y ahondan en sus raíces para hallar el origen más profundo de lo que buscan solucionar, así, de manera radical, desde la raíz.
Y esos miedos se traducen en resistencias: resistencias que recurren a la violencia, a la ridiculización, al denuesto que, por surgir de la ignorancia y del desconocimiento, no puede sino acudir al argumento que descalifica a la persona y no a su idea, que deshumaniza a la persona, la convierte en objeto, aunque ese objeto sea una idea.
Quienes desde el pensar y el actuar en la vida pública se sitúan en los extremos políticos asumen que valen lo mismo la persona que sus ideas.
Y peor: que valen lo mismo la persona y la reducción simplista que quien ignora se hace de las ideas de esa persona.
Asumen el debate público como una batalla de la que solo puede salirse airoso o derrotado.
Exigen lealtad absoluta porque cualquier concesión en las partes es el derrumbe del todo.
Reconocen valores de la convivencia política como la tolerancia, la apertura, la generosidad y la disposición a que el otro pueda tener razón como defectos y perversiones que asocian a lo timorato, a la cobardía y a la debilidad.
Y al desconocer las ideas ajenas, o al haberlas reducido a un capricho o moda –todas fruto del desconocimiento que provoca la ignorancia–, no queda sino agraviar a quienes defienden y ostentan esas ideas.
Esos grupos habitan, existen, se organizan y se mueven en los extremos de la política nacional. Ofrecen y promueven un pensamiento monolítico, incapaz de abrirse a la experiencia de la otra, del otro.
Descalifican términos que no comprenden, ideas que no conocen y condenan como retrocesos los cambios que se logran luego de varios años de exigencias, de llamados, de la lucha de un movimiento que lleva ya siglos presente en la vida pública de las democracias.
Dan la espalda al mundo o lo reducen a la sola experiencia propia, a la idea aceptada, legada y que a su vez deberá heredarse intacta; lo nuevo se asume como interferencia, anormalidad, destrucción de lo que había, atentado contra la tradición.
La gran diferencia radica en que, mientras unos apuntan con el dedo flamígero de quien detenta la verdad, juzgan desde una supuesta superioridad y alertan sobre la amenaza que representa el otro, las mujeres avanzan en su demanda de cambios legales, en sus denuncias cada vez más visibles, sonoras y efectivas contra quienes cometen cualquier forma de violencia tanto en la vida pública como privada, en su exigencia de construir una sociedad más igualitaria.
Los feminismos, junto con otros hechos de nuestro tiempo –la migración, sobre todo–, están logrando hacer de la otredad una normalidad: son la puerta que se abre a los retos, las ideas y las acciones para comprender y normalizar la pluralidad.
Puedes conocer más del autor en su cuenta de Twitter: @altanerias
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