Opinión

Tonos de rojo

El semáforo se ha desdoblado en una rica paleta de colores, basta dar un vistazo a las distintas medidas estatales para constatar que cada vez se admiten más tonos dentro de un mismo espectro.
lunes, 21 de diciembre de 2020 · 15:53

Twitter: @IsraelGnDelgado

El semáforo rojo el la Ciudad de México fue la peor noticia de las últimas semanas, pero no por ser la más trágica (los asesinatos, feminicidios y otros hechos de sangre  son más apabullantes, y tienen víctimas más irreversibles), sino por motivos más complejos, que tienen que ver con el ánimo colectivo; la desesperanza en el ánimo nacional, para ser más precisos. Llama la atención el desorden en todos los planos, logístico pero también conceptual, con el que la sociedad mexicana ha aderezado, toda, la política de comunicación sanitaria durante la pandemia. Subrayo que me refiero aquí a la parte comunicativa, que no médica, pues mal haría yo haciendo el ridículo que ya varios están haciendo en los programas de opinión política.

En primer lugar, y muy a la mexicana, el semáforo se ha desdoblado en una rica paleta de colores. Basta dar un vistazo a las distintas medidas estatales para constatar que cada vez se admiten más tonos dentro de un mismo espectro (hay de naranjas a naranjas, rojos chiclaminos y amarillos que son como verdes). De suyo esto no es motivo para lamentarse, pues subraya la prudencia casuística de la que siempre hemos hecho gala los mexicanos; al no haber dos lugares exactamente iguales, no puede haber tampoco políticas idénticas, aunque se parezcan en lo fundamental. Y en esto influyen mucho más factores que la negligencia de la autoridad o la insolencia de los ciudadanos, como malpiensan algunos. Lo que es ingenuo es pretender que una medida de control social y cierre de actividades vitales (otra cosa que se malentiende, no estamos hablando de economía nada más, sino de la vida entera) que es sostenible en Alemania, lo sea en México. Así que todos fueron haciendo cada vez un poco más, abriendo por aquí y por allá, tomando la temperatura con aparatos que a veces servían y a veces no. En más de una ocasión el encargado me apuntaba a la frente, veía la pantalla y me decía, solemne: “31.4 grados, caballero. Pásele”. 

Para todos los arreglos anteriores, empero, era indispensable que no se regresara al rojo en la capital. No me di cuenta de esto último hasta que sucedió, puesto que ya otros estados habían regresado al rojo o a su equivalente (Jalisco, por ejemplo), pero algo tenía de reconfortante que el área metropolitana se rehusara a volver al cierre de actividades. Y lo que ha sucedido es que se sigue negando, aunque las autoridades lo hayan decretado. Durante el fin de semana, mientras los negocios formales cerraban sus cortinas, ambulantes y dueños de negocios que se vistieron de ambulantes, salieron a tratar de liquidar su inventario navideño. Algunos de ellos, huelga decir, viven seis meses sólo de lo que venden en diciembre, así que el 24 y el 5 de enero no son días negociables para muchas familias. Algunos clasemedieros de civismo iracundo los acusaron en redes sociales, “¡Hagan algo!”, y etiquetaban a todas las dependencias etiquetables en las redes. En los peores días del confinamiento, 30 mil tianguistas de Iztapalapa le comunicaron a la alcaldesa que ellos iban a reabrir, con o sin permiso. ¿Qué puede hacer ahí un policía, o 10, o 1000? 

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