Opinión

Consultas populares: la instrumentación política de la democracia en tiempo de la 4T

lunes, 5 de octubre de 2020 · 10:56

Twitter: @Yancarlo_UNAM

En una votación histórica muy cerrada, este jueves 1 de octubre la Suprema Corte de Justicia de la Nación, SCJN, declaró constitucional la propuesta del presidente Andrés Manuel López Obrador para realizar una consulta popular que determine si debe investigarse o no, y en su caso sancionarse, a los últimos cinco expresidentes de México. Aunque la propuesta fue aprobada modificando el planteamiento inicial elaborado por el mandatario, el hecho de realizar una consulta que pregunte a la ciudadanía sobre la toma de decisiones deja entrever el sentido que el gobierno de la 4T hace de la democracia. Similares procesos como la consulta realizada para la cancelación del aeropuerto de Texcoco y la programada para la revocación de mandato, abonan a esta discusión. En ese sentido, ¿podemos decir que México se encuentra inmerso en un proceso democratizador?, ¿acaso la realización de una consulta popular es un ejercicio que fortalece la democracia participativa en el país? No necesariamente.

Vayamos por partes. La consulta popular es una figura jurídica que se encuentra plasmada en el artículo 35° constitucional y reglamentada por la Ley Federal de Consulta Popular. Su ejercicio, según señala la Constitución, corresponde a un derecho de la ciudadanía para votar en torno a temas de trascendencia nacional. Sin embargo, tanto el artículo como su ley reglamentaria establecen que no podrán someterse a consulta de la población, entre otras cosas, la restricción de los derechos humanos reconocidos por la Constitución. Con esto sobre la mesa, el pasado 24 de septiembre el ministro Luis María Aguilar presentó ante el pleno de la corte un proyecto de inconstitucionalidad contra la consulta del presidente, argumentando que “la materia que se pretende consultar, de acuerdo a su diseño y contenido, conlleva en sí una restricción a los derechos humanos”. Finalmente, esta propuesta fue desechada por el voto de seis ministros, entre ellos, el ministro presidente Arturo Zaldivar.

Sí leemos a detalle la solicitud elaborada por López Obrador, en ella establece que la desigualdad social, el crecimiento descontrolado de la violencia, la privatización de los bienes públicos, la impunidad, el quebrantamiento del Estado de derecho, los fraudes electorales y “en suma, los desastres humanos, sociales y nacionales sufridos por el país durante los últimos treinta años”, son consecuencia directa de quienes gobernaron en ese lapso.

Aunque en la solicitud no existe una acusación judicial formal, la petición es clara: preguntar a la ciudadanía sí está de acuerdo en que se inicien procedimientos penales contra los exmandatarios Carlos Salinas de Gortari, Ernesto Zedillo, Vicente Fox, Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto. Sin embargo, como bien apuntó el ministro Aguilar en su proyecto de inconstitucionalidad, el seguimiento de un proceso bajo estas condiciones se contrapone a los derechos fundamentales y garantías procesales penales que establece la propia Constitución. Además, señaló que la “consulta popular no es necesaria para que las autoridades protejan los derechos humanos y persigan, investiguen y sancionen los delitos en que incurra cualquier persona”, aun así se trate de un expresidente de la República. En ese mismo sentido, el ministro Javier Laynez sentenció: “la justicia no se consulta”.

Y a todo esto, ¿acaso el presidente no sabía cuál sería el destino de su consulta? Por supuesto. Cuando Andrés Manuel envío su propuesta al Congreso de la Unión para que éste la turnara a la Suprema Corte, sabía muy bien que sólo existían dos escenarios posibles: primero, que la SCJN declarara inconstitucional su propuesta, y así, asumiera el costo político de rechazar un sentir social de una parte de la ciudadanía que quiere ver enjuiciados a los expresidentes, de manera que al negar la petición del presidente de la República, la Suprema Corte se colocaría en el blanco de sus ataques frente el escarnio público; y segundo, que de declararse constitucional, la cabeza del poder judicial estaría sometiéndose al poder del ejecutivo y con ello renunciando a su función de contrapeso entre los poderes del Estado. En ese sentido, la consulta de López Obrador corresponde a una estrategia política diseñada para traerle grandes beneficios propagandísticos y electorales sin importar cual fuese la decisión que se tomase.

La propuesta del presidente de la República colocó en una posición delicada a los ministros de la corte. Bajo estas condiciones, la respuesta del máximo órgano del poder judicial no pudo ser otra: se declara constitucional la consulta del presidente, pero sin resultados vinculatorios, es decir, que la Suprema Corte de Justicia de la Nación no puede obligar a los órganos encargados de la procuración de justicia a iniciar un proceso penal contra los cinco exmandatarios. Con esta salida teatral, la SCJN regaló al presidente su consulta y no asumió el costo político por “negarle” a un sector de la ciudadanía su anhelo de enjuiciar a los expresidentes mexicanos. No obstante, el costo por pagar fue igualmente alto: la corte contravino lo establecido por la propia Constitución, perdiendo con ello su credibilidad como organismo independiente y máximo defensor de la Carta Magna.

Para el máximo tribunal constitucional del país, declarar constitucional la consulta no sólo significó tomar parte del teatro montado por el presidente Andrés Manuel López Obrador, sino también evitar enfrentarse a su base política que, según indicó la encuesta del Reforma que el mismo presidente calificó como “cuchareada”, se estima en un 56% de aprobación entre el electorado a la víspera de su Segundo Informe de Gobierno.

Es con la movilización de una mínima parte de esta base política que el gobierno de la Cuarta Transformación ha legitimado su programa político. Así lo hizo con la consulta para la construcción del Tren Maya en la que 93 mil votos de un total de 100 mil aprobaron su construcción; la consulta para decidir el futuro del aeropuerto de Texcoco en la que 747 mil votos de poco más de 1 millón respaldaron su cancelación; y ya ni se diga de la votación a mano alzada en un evento oficial con la que el presidente decidió cancelar la construcción del Metrobús en La Laguna, Durango. Sobra decir que ninguno de estos ejercicios “democráticos” cumplió con lo establecido en el artículo 35° constitucional y su ley reglamentaria, pues ésta señala que para una consulta popular sea efectiva debe ser organizada por el Instituto Nacional Electoral a petición del Congreso de la Unión. Además, en ninguno de los casos era realmente necesario preguntar a la población la toma de estas decisiones, por lo que el uso de las consultas populares para legitimar la voluntad presidencial no se traduce en un verdadero ejercicio de democracia participativa.

El triunfo electoral de Andrés Manuel en 2018 lo colocó como el presidente más votado en la historia reciente del país con alrededor de 30 millones de votos y con el 53% de los sufragios emitidos, un porcentaje no visto desde la presidencia de Miguel de la Madrid en 1982. Esto es algo que el presidente tiene muy presente. Sin embargo, estos números no lo acompañan en la realización de sus consultas. El electorado que lo llevó a la presidencia no se ha vuelto a manifestar y sólo lo acompañan su base política de Morena y un número muy reducido de ciudadanos. Ni en la consulta de la cancelación del aeropuerto que fue la más votada de las hasta ahora realizadas, poco más de un millón de sufragios emitidos, podemos considerarla representativa frente a un padrón electoral con 90 millones de ciudadanos. Y esto el presidente lo sabe, pero parece no importarle.

En ese sentido, podemos concluir que preguntar a la ciudadanía el sentido de una decisión política a través de una consulta pública, que no cumple con los requisitos establecidos por la ley y cuyo ejercicio resulta más mediático que participativo, corresponde, en la práctica, a un uso político y propagandístico de la democracia.

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