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Redskins o Pieles Rojas en español, fue el nombre con el que los colonizadores y gobiernos estadounidenses en el siglo XIX designaron a las comunidades indígenas de este país en referencia al tono de su piel. El término no sólo fue usado de forma peyorativa, sino que se utilizó para unificar a los diversos grupos de la región, sin importar que no compartieran el mismo idioma, cultura o cosmovisión del mundo. Para aquellos opresores no valía la pena distinguirlos, todos eran “salvajes” o “primitivos” por el hecho de no ser blancos.

El polémico nombre del equipo Pieles Rojas de Washington apareció en 1933, y bajo este mote el multicampeón ha jugado por 86 temporadas seguidas en la NFL, y en su plantilla han pasado jugadores históricos como el corredor John Riggins o el linero central Jeff Bostic. Desde un principio el nombre fue objeto de disputas legales, y durante años, los dueños del combinado alegaron que no había suficientes pruebas de que las comunidades nativas se opusieran al apelativo, el logo o la mascota.

Las cosas cambiaron cuando el asesinato del afroamericano George Floyd en mayo de este año desató una serie de protestas contra el racismo estructural que se vive en Estados Unidos, entre la demandas incluyeron el nombre de este histórico y tradicional equipo de la NFL; la mañana del 13 de julio del 2020, a través de su cuenta de Facebook, el equipo tres veces ganador de Superbowl, Pieles Rojas de Washington, anunció que cambiaría su nombre debido a que se considera racista y ofensivo hacia las comunidades originarias.

Miles de aficionados alrededor del mundo rechazaron y reprocharon esta decisión. En México, por ejemplo, diversos usuarios de redes sociales y comentaristas deportivos argumentaron que el nombre no ofendía ni afectaba a nadie, sino que era un símbolo de orgullo y bravura, e incluso se atreverían a mencionar que con esta decisión se terminaba con años de tradición, esfuerzo e historia.

Seguramente ignoraban que el vocablo “pieles rojas” es considerado ofensivo y denigrante en la sociedad estadounidense, y más que un gesto que enorgullezca o visibilice a las comunidades indígenas, fomenta un discurso de odio contra estos grupos. También ignoran que durante siglos este nombre legitimó la persecución y la violencia contra los miembros de diversas comunidades para despojarlos de sus tierras y asesinarlos: Según el censo poblacional de la CEPAL (2013), se estima que en Estados Unidos había cerca de un millón de indígenas, para en 1885 quedaban 300,000 y para 1900 únicamente sobrevivían 230,000 mil.

También había otro argumento que los detractores de esta decisión mencionaban, y que para mí es de especial atención: llamaban intolerantes a quienes aplaudíamos el dejar de emplear un nombre que históricamente ha sido utilizado para discriminar, segregar y violentar. Resulta que ahora son intolerantes quienes se oponen al uso de dichos que a través de los tiempos han sido usados para legitimar un concepto de supremacía y, sobre todo, de exterminio. No se dan cuenta que ellos son los verdaderos intolerantes, que perpetúan una tradición que trajo como consecuencia el asesinato de miles de seres humanos.

Bajo esta lógica, hay que preguntarse ¿Quién es el verdadero intolerante? Y ¿debe la tolerancia aceptar a los intolerantes? La respuesta es no, porque si lo hiciéramos, en la tolerancia habría espacio para que los discursos de odio sean defendidos en nombre de la tradición y las costumbres (que, dicho sea de paso, no por serlo significa que estén bien o que deban prevalecer). En estos casos, como diría el filósofo austriaco Karl Popper, “tenemos que reclamar, en nombre de la tolerancia, el derecho a no tolerar la intolerancia”.

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