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La situación sanitaria, económica y social por la que actualmente atraviesa nuestro país, plantea la urgente necesidad de otorgar apoyos a los sectores más desfavorecidos de la población. El creciente desempleo que se ha generado por el agravarse de la crisis económica y financiera, la falta de un sistema de seguridad social que brinde garantías a las personas cuando suceden hechos inesperados y devastadores como la actual pandemia, la amenazante inflación que aumenta desmesuradamente los precios de los artículos de primera necesidad y que disminuye el poder de compra de la población en general, han afectado principalmente a las personas más pobres, a los excluidos de la sociedad.

Por si fuera poco, tenemos un gobierno insensible a las necesidades de los ciudadanos que se encuentra empeñado en ignorar las consecuencias perversas de sus políticas de austeridad, justo en momentos en que lo que México necesita son más inversiones para producir trabajo y combatir la precariedad económica que se incrementa alarmantemente. Este es el momento para proponer el establecimiento de un ingreso mínimo vital de carácter universal.

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Solo así las personas que trabajan en la vía pública, que no son asalariadas y que forman parte del comercio popular podrán enfrentar la difícil situación que asoma en el horizonte. En este contexto, las preguntas que se imponen son: ¿qué clase de democracia estamos construyendo?, ¿qué lugar ocupan las clases populares en la estrategia gubernamental?, ¿cómo se eliminaran las persistentes desigualdades económicas y la profunda injusticia social que existe en nuestro país? Desgraciadamente no existen respuestas satisfactorias por parte de los actuales gobernantes a estas y a otras interrogantes sobre el futuro más probable de México.

Recordemos que el Estado social es aquel que procura el bienestar de los ciudadanos y se caracteriza por asumir un conjunto de responsabilidades sociales frente a los ciudadanos. El Estado de bienestar que debe existir en cualquier sistema democrático debe garantizar a la población ingresos mínimos que aseguren vivir con dignidad en todas las eventualidades que puedan presentarse: enfermedad, invalidez, vejez y desempleo.

Los gobernantes se aferran a un conjunto de políticas y estrategias que no ayudan a la gente más humilde.

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Son propuestas que un día se definen de un modo y al siguiente se modifican, y lo peor es que crean falsas expectativas entre la población que solamente observa cómo se deteriora rápidamente su situación económica y social. El Estado debe diseñar estrategias de intervención basadas en la solidaridad y la cooperación, respetando los derechos económicos y sociales. No debemos olvidar que los grandes pendientes de nuestra transición política se condensan en el tema de la inclusión y la justicia social. Mientras que las desigualdades tienen repercusiones sobre el acceso a las oportunidades, la exclusión social continúa a representar el principal reto para el gobierno en todos sus niveles.

La riqueza se justifica ante los ojos de quien no tiene nada, si produce desarrollo, empleo y bienestar para todos. Dicho de otra manera, la riqueza sólo se legitima si reduce el campo de la pobreza. La riqueza no deriva del talento empresarial de los individuos, sino que es el producto del esfuerzo colectivo de la sociedad. Los derechos sociales deben ser firmemente tutelados por el Estado, porque de no hacerlo, no sólo se corre el riesgo de incrementar la brecha entre ricos y pobres, ya de por sí muy grande, sino también el peligro de avanzar hacia nuevas formas de desigualdad y marginación, sin que hayan desaparecido las antiguas.

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