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Considero importante destacar que el Partido Acción Nacional votó en contra de la aprobación del Plan Nacional de Desarrollo 2019-2024, por considerar que incumplía con los requisitos mínimos que ordena el artículo 26 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos y, en un sentido más extenso, la Ley de Planeación.

A pesar de lo anterior, ese documento carente de objetivos, indicadores, compromisos y acciones específicas, fue aprobado por el partido oficial y sus aliados, para convertirse en el instrumento orientador del desarrollo nacional de nuestro país.

En su presentación, el texto dice que en el pasado hubo una perversión del lenguaje en la que:

“A la apropiación indebida de bienes públicos fue llamada (sic) desincorporación y la corrupción fue denominada licitación o adjudicación directa”.

De lo que se desprende que el gobierno del presidente López Obrador hacía un compromiso explícito para terminar con las adjudicaciones directas que tanta sospecha de corrupción despertaron en el sexenio anterior.

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Por si no hubiera quedado suficientemente claro, en el eje 1 denominado “Política y gobierno: erradicar la corrupción, el dispendio y la corrupción”, en la página 14 el gobierno se compromete a “prohibir las adjudicaciones directas”.

Lamentablemente, en la práctica, el gobierno federal se ha desentendido de sus promesas electorales y de los compromisos derivados del Plan Nacional de Desarrollo, como lo ha documentado la opinión pública, especialmente la revista Proceso, en los primeros 12 meses del gobierno de López Obrador se crearon 561 empresas que recibieron el mismo número de contratos gubernamentales, de los cuales siete de cada 10 se otorgaron bajo la figura de adjudicación directa.

Una de cada cuatro de esas empresas facturó sus primeros contratos públicos dentro de sus primeros tres meses y algunas antes de cumplir su primera quincena de creación.
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De los 561 contratos adjudicados a esos consorcios de reciente creación, 58% de ellos fueron otorgados por seis entidades de la administración pública federal, el Instituto de Seguridad y Servicios Sociales de los Trabajadores del Estado, el Instituto Mexicano del Seguro Social, la Secretaría de la Defensa Nacional, la Secretaría de Comunicaciones y Transportes, la Secretaría de Gobernación y Aeropuertos y Servicios Auxiliares.

Estas noveles sociedades, a pesar de no tener experiencia empresarial o una reputación acreditada por el tiempo, tuvieron acceso a contratos adjudicados de forma directa y preferencial, lo que resulta paradójico si consideramos que Andrés Manuel López Obrador cuestionaba con dureza la asignación directa de contratos, pero que ahora en el ejercicio del poder los defiende como una fórmula eficaz para obtener ahorros, porque lo hace un “gobierno honesto”.
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Se equivoca el presidente

La corrupción no es un asunto de moral personal, sino de eficacia en el diseño normativo e institucional. La asignación directa es un mecanismo que favorece la corrupción por los amplios márgenes de discrecionalidad, opacidad y arreglos por debajo de la mesa que les permite a los actores que la celebran.

Tres de cada cuatro contratos que otorgó el gobierno federal en su primer año de ejercicio fueron a través de adjudicación directa, un dato por encima del porcentaje del último año de los gobiernos de Enrique Peña Nieto y Felipe Calderón.

El pañuelo que agita el presidente López Obrador, para festejar que ya se acabó la corrupción está sucio… y huele mal.
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