Twitter: @AlfiePingtajo
Hoy, disculpe, querido lector. No pienso opinar de nada.
Hoy abriré una cerveza artesanal y brindaré, pues llegó a cifra de 35 años de vida.
Meses que no he vuelto a escribir un intento de poema. Escribo por terapia, por placer. No me interesa el aplauso de la academia ni los grandes poetas del mundo.
Antes que el aplauso por un poema bien escrito, prefiero el grito de gol en un partido amateur en el que juegue.
Les comparto un texto, que quiere ser poema y más bien es una introspección sentimental.
Salud, pues, son 35 años de buscar cumplir sueños. Ojalá este año me traiga por fin, mi primer poemario, mi primera obra de teatro y un campeonato del Puebla.
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Dulces 35.
La última vez que pretendí escribir algo parecido a un poema cumplía treintaiún años y habitaba en la Ciudad de mis sueños: México. Circunstancias de la vida me trajeron de vuelta a Puebla, ciudad que conserva más tristezas personales que alegrías.
Mi retorno vino antecedido por la muerte física: primero partió el alquimista del cuento, después se fue el mago del recuerdo, el viaje y la traducción, y le siguió la Piedra de la Cultura poblana.
Cuando partí de la levítica ciudad, huía de recuerdos que tenían: ahogado al niño que fui y andaba con Salud por sus calles;
fastidiado al adolescente/joven que se enamoraba y aburría inmediatamente de cada relación
y en terapia intensiva al joven/adulto que buscaba ser, pero que las herencias de apellido y las heridas no curadas me hicieron presa de un par de víboras: depresión y ansiedad.
La región más transparente del aire fue salvación y espacio para renacer, sus teatros me acobijaron, sus palacios me refugiaron y su asfalto y sol quemaron aquello que me carcomía.
Antes de abandonar mi ciudad colonial solía mirarme a un espejo para encontrarme, el ejercicio me aterraba y no hallé respuesta. En la ciudad de la soledad acompañada aprendí a mirarme en los silencios, las prisas y el caos multitudinario.
Hoy me observo frente a un espejo y sigo sin hallar una respuesta contundente, pero he aprendido a sonreír, pues la sorpresa es sinónimo de vida y, a veces, la certeza que da la rutina es hermana de la alineación.