El café del domingo

lunes, 26 de agosto de 2019 · 08:41
Twitter: @LeSz Despertar al primer sonido de la alarma - o antes de que suene cuando el reloj biológico le gana al sueño- escurrirme como si fuese mercurio entre las sábanas para bajar de la cama sin hacer ruido, para no despertarlo. Con cautela caminar de puntitas hasta la puerta, girar la perilla despacio, salir y cerrarla lentamente con la precisión de un relojero.  Llegar hasta la cocina, y antes de cualquier cosa mirar por la ventana las hojas de los árboles que brillan con distintos tonos de verde moviéndose con el aire como saludando, usando el movimiento como si fuera su voz, darme cuenta de que sonrío mientras me dispongo a sacar el café de la alacena.
Convenientemente viene molido así que sólo debo decidir si usar la prensa o poner la cafetera -vigilar la estufa no es opción hoy, es domingo- después de unos segundos empiezo a llenar el depósito de agua ¿A quién quiero engañar? seguro necesitaremos más de una taza, hoy tenemos tiempo, al menos eso me gusta creer para restarle algo de su melancolía natural al día. Recuerdo que antes aborrecía los domingos, ya no, quizá por la compañía o porque ya no soy la misma que era; como una serpiente que renueva su piel como parte de su proceso de crecimiento, para deshacerse de parásitos y curar sus heridas; mudo de creencias, aficiones y gustos; quizá no cada ocho semanas como un reptil pero si cada que parece necesario renovar mis escamas. En ocasiones me cuesta reconocerme. A cucharadas lleno el filtro con el café, al olerlo se me antoja acompañarlo con un pan de muerto, no hay, no tengo y no sé hacerlo. Debo que confesar que nunca he horneado ningún tipo de pan. Me convenzo de volver al momento presente con la firme convicción de que de aquí al siguiente día de muertos ya habré aprendido a prepararlo desde cero, mientras tanto, pienso que esta misma tarde iré a comprar unos cuantos. La cafetera es más ruidosa de lo que quisiera pero nada que altere la atmósfera de los vecinos por ejemplo, o que pudiera despertarlo si deje la puerta cerrada, así que no me preocupo y disfruto como el humo que va expidiendo la máquina con olor a café aumenta, llenando la cocina casi al mismo tiempo que el embudo gota a gota hace lo mismo con la jarra de vidrio. Saco dos tazas de las puertitas de arriba, la leche de almendras del refrigerador y el azúcar del otro gabinete, tomaré el mío negro pero a él se lo preparo como se que le gusta; una de las ventajas de la rutina es no tener que suponer o preguntar cómo es que quiere su bebida, si acaso amanece con ganas de algo diferente  habrá más café para satisfacer nuevos antojos. 
Siempre me ha parecido que el proceso de preparar café tiene algo de mágico, el proceso completo.
Todo lo que sucede desde que se planta hasta que llega a la taza; todas las manos que involucra, el cuidado, el tiempo, la calidad de la tierra, el tipo de baya, el tostado, la intensidad, hay tanto de ciencia como de historia en el mismo.
Para el café como para nosotros, muchas veces la geografía es destino.
Desde Etiopía hasta Colombia, desde Indonesia hasta Veracruz; compartimos ancestralmente este gusto en todo el mundo. El café es un hilo invisible con el que vamos entrelazando nuestras historias;  el comienzo de un proyecto, una amistad, una relación, nuestro fiel compañero tanto por las mañanas de camino al trabajo como en noches en vela, salas de espera y claro, en funerales. El humo me calienta el rostro al colocar la taza cerca de mi nariz, se abren mis papilas gustativas, empiezan a salivar, se humedece mi boca, aún así, habré de esperar un poquito más. Quiero darle el primer trago de vuelta en la cama, enredar mi cintura entre sus brazos después de construir un fuerte con almohadas para entonces sí, disfrutar mi café -aparte aún está muy caliente y tengo lengua de gato-. De regreso en la habitación me encuentro con sus ojos entreabiertos, justo a tiempo, pienso mientras colocó su taza en el buró  y me acomodo, pasados unos segundos, en silencio damos el primer trago, al mismo tiempo -sin pensarlo mucho-, no puedo dejar de verlo, me besa y el sabor se potencializa, me parece más vitalizante en sus labios. Apenas comienza el día y ya cuento tanto con la pequeña victoria de no haberlo despertado al salir por el café como con la fortuna de poder compartir este momento. Quedó rico me dice y mientras me acurruco le sonrío, aún no estoy lista para despertar. Estoy convencida, en el café hay magia.

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