Twitter: @ana__islas
En Chile también hay monumentos rayados. Llevan así siete semanas. La normalidad se abre paso a codazos entre el caos, entre fogatas a media calle y autos esquivándolas. Entre tenis abandonados en avenidas y autobuses pasándoles encima. Entre banquetas que son trozos de piedras y peatones que apresuran el paso.
La normalidad convive con el caos, entre parabuses sin techos porque ahora son escudo para las primeras líneas en las batallas campales entre manifestantes y la fuerza pública. Entre el antojo a sandía fresca de los puestos ambulantes y el ardor en la garganta por los remanentes de los gases lacrimógenos del día anterior.
Entre la calma que antecede la caída de la tarde y la noche que abriga la protesta lejos del ardiente sol del mediodía.
Han pasado casi 50 días desde que Chile despertó y el desgastante cansancio que acompaña el paso del tiempo no le ha cerrado los ojos, a pesar de los perdigones y las bombas lacrimógenas que han dejado a más de 200 chilenos con lesiones oculares.

Dos de ellos con ceguera permanente: Gustavo Gatica, de 21 años, estudiante de psicología, quien el 8 de noviembre tomaba fotos en una protesta en Santiago y recibió el impacto de balines en los ojos. De la resiliencia de Gustavo nació la campaña “Regalé mis ojos para que la gente despierte”.
Otro caso es Fabiola Campillay, de 36 años, quien el 26 de noviembre en la población de Cinco Pinos de San Bernardo recibió el impacto de una bomba lacrimógena en el rostro.
Fabiola, madre de tres hijos, no participaba en una protesta, solo iba a tomar un autobús para dirigirse a su trabajo acompañada de su hermana Ana María que clama justicia para su hermanita, como cariñosamente llama a Fabiola, mientras su rostro expresa la dura tristeza que le deja a uno la injusticia.
Casi 50 días y Chile sigue en pie de lucha. Su batalla tiene muchos rostros, los más visibles son los jóvenes que heredaron de sus padres casi como un rasgo físico el ímpetu revolucionario, como Nicole Martínez, vicepresidenta de la Federación de Estudiantes de la Universidad de Chile (Fech) que me dice “No vamos a parar” con un tono fuerte y sin titubear que opaca el barullo afuera de la estación de Metro que lleva el nombre de su casa de estudios.
Otro rostro es el de los voluntarios agrupados en brigadas médicas para atender a los heridos en las protestas. “No somos políticos, es un tema de humanidad” me dice Felipe González quien en siete semanas ha visto pasar por su puesto de atención médica a unos metros de la Plaza de la Dignidad -antes Plaza Italia- a al menos dos mil personas “ninguna de ellas en las listas oficiales” y reconoce sin autoconmiseración “en algún momento los voluntarios seremos foco de ataques” me lo dice con el temple de quien día a día burla la muerte con escudos de latón y madera.
Uno más es el de los antiguos combatientes que vuelven a sentir en su cuerpo el vibrar de la lucha social, como Pedro Abarca, quien durante la dictadura de Pinochet fue preso político y ahora, con el movimiento que llena las calles de Chile hace suya la demanda vigente de una nación justa y equitativa, de progreso y oportunidades. En su rostro se dibujan la experiencia del adulto y la ilusión del niño que cree en un futuro mejor.
Chile despertó y con ello un movimiento cultural, de arte en muros que un día lucieron impecables, en monumentos que perdieron simbolismo y en mantras que recitan la expresión más pura de un pueblo en pie de lucha:
Ellos tienen armas de fuego, nosotros fuego en el alma.
