Dietas restrictivas
Twitter: @LeSz
Aunque suene muy extremo creo que aquello que no te nutre, te desmejora o intoxica. Tanto en nuestras relaciones como en nuestros cuerpos. A menor o mayor grado, claro, no es lo mismo una inflamación de unas cuantas horas provocada por unas coliflores rebozadas rellenas de queso; que un hueco en el estómago cortesía del recuerdo constante de alguna ausencia obstinada en hacerse presente.
Se supone que veintiún días bastan para adoptar un nuevo hábito, que el cuerpo y la mente se acostumbran, o al menos se adecuan a nuevas actividades, métodos, régimenes alimenticios, etcétera… Y aunque suena sencillo que en sólo tres semanas un comportamiento se automatice y pase a ser parte de la rutina habitual, la teoría de la relatividad del tiempo altera - a veces de manera exagerada- este lapso cuando lo que se busca es hacer cambios abruptos. La fuerza de voluntad, la disciplina y tener claro el objetivo final son cruciales para lograrlo, pero ¿qué pasa cuando lo que se busca no es adoptar un nuevo hábito, sino renunciar a éste?
Las dietas de exclusión son recomendadas cuando hay indicios de intolerancia o sensibilidad a ciertos alimentos. A mi parecer esto mismo aplica no sólo en cuestiones físicas; sino también emocionales y espirituales. Al final, el todo es mayor que la suma de todas las partes. Cuando no podemos establecer límites claros y saludables lo mejor es excluir por completo - al menos por un tiempo- las interacciones y personas que ya no le sientan bien a nuestra vida. No necesariamente se trata de dejar de ir a los mismos lugares o evitar a los amigos en común; aunque eso muchas veces ayuda. Basta con desligarse de sus redes sociales, dejar de seguirles, borrar su número telefónico - al menos de la lista de favoritos y marcado rápido-, no escribirles, llamarles ni visitarlos. Nuestro cuerpo reacciona al sufrir la privación de aquello a lo que está acostumbrado; más si lo relaciona con sensaciones placenteras. Ya sea que se esté renunciando al azúcar, a una relación, al café o a una persona; los efectos son los mismos. Comienza el síndrome de abstinencia. Se empieza a sentir un malestar general durante un par de semanas, mismo que puede intensificarse por las noches; con ciertas canciones, cuando hay luna llena, en eventos de trabajo; desde cuando sin querer te topas con su serie favorita hasta cuando tu compañero de trabajo te ofrece una rebanada de pastel por el cumpleaños de la nueva diseñadora. Cuando esto ocurre, hay que tomar las cosas con calma; una estrategia que puede ayudar en el caso de los alimentos es reemplazarlos con opciones no problemáticas que sacien el antojo o la ansiedad. Al dejar el azúcar, por ejemplo, las frutas o postres especializados son una buena opción, se trata de estar preparado para no recaer. Si no hablamos de comida es un poco más complejo; de hecho por lo general intentar reemplazar relaciones o personas con otras resulta contraproducente. En su lugar se recomienda buscar nuevas actividades, ampliar la gama de intereses, salir a lugares distintos, concentrarse en nutrirse a sí mismo. Para no ceder ante el síndrome de abstinencia, las opciones son infinitas, desde aprender algo nuevo hasta acudir a terapia. Pasadas las primeras tres semanas comenzarán a disminuir la ansiedad, el mal humor y mejorarán los niveles de energía, lo que no significa que vayas a dejar de extrañar aquello que has dejado o que tus sentimientos desaparezcan. El tiempo se convierte en aliado, en ocasiones habrá gustos que ya no podremos darnos de nuevo, o al menos no como antes, por eso es importante buscar alternativas y sobre todo trabajar en fortalecer nuestra disciplina.
La disciplina es una de las formas de amor propio más gratificantes.Tomar la decisión consciente de dar pequeños pasos todos los días con el objetivo de sentirse mejor a sabiendas de que va a costar trabajo y habrá que hacer sacrificios vale mucho la pena. Al final no sólo se descubren diferentes maneras de preparar platillos y sustituir ingredientes, también nos comienzan a gustar nuevos sabores, empezamos a conocer personas con intereses y gustos afines a nuestra nueva rutina, y se hace más llevadero después de todo; los primeros veintiún días son sólo el comienzo. Renunciar a viejos hábitos es dejar ir parte de nosotros mismos, por eso es tan difícil. Eliminar de nuestra alimentación aquello que nos hace mal es mucho más sencillo cuando comenzamos a sentirnos mejor, aunque a veces es cuando hay que prestar más atención a las recaídas, justo cuando parece que todo está bajo control. Bueno y seguro habrá quien prefiera continuar intoxicado antes de dejar ir aquello que le hace daño porque es la única manera de existir que conoce.
No somos lo que comemos, somos todo lo que nos alimenta. Así nos nutra o nos intoxique.