Twitter: @CLopezKramsky
Durante muchas décadas México anheló alcanzar la democracia y erradicar el régimen de partido único y oficial, que concentraba todo el poder y cuyo alcance iba más allá de la cuestión electoral, pues velada o abiertamente, definía políticas públicas sexenales, concretaba programas transexenales, moldeaba el comportamiento y alcance de la sociedad y la iniciativa privada, así como esculpía el modelo de país a largo plazo. Cuando por fin logramos contar con un sistema electoral que tenía un alto grado de incertidumbre, en el que cualquier opción política tenía oportunidad de alcanzar victorias en las urnas…
Nos quedamos cortos en las transformaciones de fondo y ello fue erosionando la posibilidad de construir una democracia sustantiva, en toda la extensión de la palabra.
Una acepción de la democracia es la que delinea Elías Canetti en su libro Masa y Poder, en el que, basándose en el sistema parlamentario, deriva una construcción teórica que parece indicarnos que los parlamentos y los sistemas de partidos modernos –y las democracias en su conjunto- son una representación civilizada de la guerra, con la diferencia de que en la primera los muertos están forzosamente excluidos del escenario, mientras que en la segunda los muertos a causa de las batallas son un presupuesto obligatorio.
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Las ventajas de la democracia bajo esta interpretación son muchas, pues al aceptar las reglas democráticas, los seres humanos evitamos ir a la lucha armada para tomar decisiones. Las votaciones, así, se convierten en una forma de medir las fuerzas entre grupos opuestos, conformando mayorías y minorías que, aunque son contingentes, permiten que una comunidad avance hacia objetivos también contingentes.
En este modelo ni las mayorías tienen asegurado tener la razón y tomar las decisiones correctas, ni las minorías están condenadas a estar equivocadas; todo es cuestión de ideas, números y fuerza grupal y, en gran medida, por ello es posible la alternancia.
La democracia, en esta acepción, es un catalizador del conflicto social inherente al ser humano que vive en comunidad…
Y ésta, nos abre la posibilidad de resolver pacíficamente nuestros diferendos políticos sustanciales, así como aquellos conflictos sociales de gran envergadura que pueden ser canalizados por vías institucionales y jurídicas; una democracia debe gestionar el conflicto.
Pero en México hemos atestiguado, en los últimos años y en especial en los meses recientes, un debilitamiento de esta variante de la democracia, lo que debería preocuparnos como sociedad política. En efecto, basta ver cualquier medio de comunicación para constatar que la violencia y la autocomposición de los conflictos se ha extendido como pólvora en todo el país. Si bien es cierto que la violencia ha estado presente en nuestra realidad desde hace varios años, ésta había estado, de cierto modo, encasillada en el ámbito de la delincuencia organizada y la lucha del Estado para desmantelarla; esto parece haber cambiado.
Desde las redes sociales, pasando por las calles y hasta en las altas esferas de la política, cada vez existe más propensión a resolver los conflictos de manera violenta, a través de la imposición o mediante mecanismos de coerción poco democráticos e, incluso, algunos hasta ilegales. ¿Estamos presenciando una crisis sistémica de la democracia en el país? Lo más probable es que sí, y ello debe forzarnos a evaluar nuestro camino.
Si la democracia como catalizador actúa en el plano representativo y ello permite que nuestras diferencias y conflictos se diriman en el plano de las ideas, mediante argumentos, y a través de las vías legales e institucionales y ésta, en la situación actual, deja de ser una opción válida y eficaz, ¿qué impedirá que todos exijamos violentamente que se cumplan nuestras demandas, necesidades o deseos o que impongamos nuestras decisiones incluso por vías ilegales? Probablemente nada y ése es un pésimo augurio para el país.