Twitter: @juanenadira
De los años 1920 al 2000, la pequeña Venecia (Venezuela) comenzó a recibir a millones de migrantes del mundo. Era una tierra de oportunidades, descubrimiento, sueños e ilusiones.
Así fue como los libaneses, españoles, italianos, portugueses y alemanes comenzaron a huir de sus respectivas crisis, guerras o genocidios, para hacer suya una patria hasta la fecha poco habitada; pues sí, los venezolanos que ahí quedaban eran pocos.
Un ejemplo claro de esto soy yo, nieto de migrantes libaneses, quienes, huyendo de la guerra, de las luchas sociales, políticas y religiosas consiguieron en la pequeña Venecia una cuna de oportunidades.

Un poco más adelante, la bondadosa tierra al norte de sur América comenzó a recibir con los brazos abiertos a sus hermanos latinoamericanos. Colombianos, peruanos, ecuatorianos, argentinos, mexicanos, dominicanos, haitianos, jamaiquinos, salvadoreños, entre otros, complementaron la mezcla perfecta en una tierra y con una sociedad que sólo sabía abrir las puertas a quien tocaba con necesidad sus fronteras, para ofrecer simplemente apoyo, oportunidades y familia.
En Venezuela, a nadie se le pedía una visa para trabajar, obtener una cédula de identidad y un pasaporte.
Quizás, en ocasión de nuestra historia reciente, era más simple que obtener un litro de leche. Para los venezolanos, el recién llegado era simplemente un amigo más, un hermano.
Este fin de semana se me llenó el corazón de orgullo al confirmar que lo que afirmo es verdad; conocí a dos personas que, por temas de la vida, familiares y de trabajo, vivieron y crecieron en Venezuela.
La primera de ellas de origen colombiano, quien vivió desde los 5 años en Caracas y, pues, como bien lo describe, conserva a las mejores amigas venezolanas y un especial cariño por los tequeños y las empanadas. La otra más joven, tan solo vivió 4 años allá, sin embargo, se describe como colombiana de nacimiento, mexicana por sus padres y venezolana de corazón.
Siempre me cuestioné por qué mi patria era tan accesible para todos, por qué la tierra donde nací daba al mundo lo que hoy el mundo (o gran parte de él), nos niega.
¿Por qué dimos tantas oportunidades y en igualdad de condiciones? Hoy, me encuentro en México, la tierra que asumo mía desde el primer día que la pisé, pues yo, como mis abuelos, al salir de mi tierra lo hice para no volver, sin embargo, en esta aventura tan bonita, tan enriquecedora y profunda, me he encontrado con cosas a las que no estaba acostumbrado, cosas que simplemente me cuesta entender.
Llegando a México descubrí que, Venezuela no era la única tierra en donde extranjeros, como mis abuelos, nos podríamos sentir en casa. En mi primer desayuno mientras recorría las calles de la increíble Ciudad de México, fui recibido por una señora que me guió para comer lo que hoy considero un desayuno perfecto, chilaquiles.
Si bien, me picó hasta el pasaporte, desde ese día comer chilaquiles los domingos se ha vuelto una rutina que enriquece el corazón.
El mexicano como el venezolano, fácilmente te hace sentir en casa, y aunque cada día parece más difícil encajar en un mundo lleno de fronteras, barreras y complejos, he conseguido en mi nuevo hogar, amigos, apoyo, gente increíble y hasta segunda familia.
Sin embargo, no todos han sido tan bendecidos como yo. Amigos y familiares se han enfrentado a otras realidades en otros países.
Sin importar tu calidad como ser humano, como profesional o como persona, muchos compatriotas se han visto envueltos en ataques, faltas de respeto y malos tratos.
Sin duda, venezolanos malos puede haber en cualquier lado, pero no son malos por su nacionalidad, sino por sus conductas, las cuales son individuales y no nacionales.
Ecuador ha sido un exponente de estos ataques, donde incluso el presidente de la república jugó un papel importante para generar estas ofensas contra extranjeros, sólo por su pasaporte.
Todo esto me hace cuestionar, ¿qué hemos hecho mal? ¿Qué le está pasando a la humanidad? ¿Nos equivocamos los venezolanos al ser como éramos con los inmigrantes?
Mi primera reacción fue pensar que la nueva Venezuela, de la cual no formaré parte activa, debía ser más selectiva, más dura, más de hacer trámites y dificultar la vida a los migrantes. No niego que algunas naciones, tras la forma de tratarnos, merezcan algo así, sin embargo, mi verdadero pensamiento es que nosotros, nuestros abuelos, padres y hermanos, hicieron lo correcto.
México, Argentina, Colombia, España, Canadá, entre otros, me muestran a diario que no éramos los venezolanos los únicos capaces de abrir las fronteras a los más necesitados, que, en la humanidad, los buenos somos más y en las necesidades más grandes del hombre siempre hay quien nos apoye y ayude a pasar los momentos más duros.
En Venezuela enamorábamos a la gente con nuestra forma de ser, éramos amables, dimos casa sin precio a todo aquél que la pasaba mal en su país; los premiábamos, les reconocíamos su esfuerzo y su profesión y valorábamos cualquier cosa que pudieran hacer, siempre que la hicieran bien. Ahora mi pregunta es otra, ¿cómo podría esta conducta ser un defecto?
Definitivamente no es un defecto abrir las fronteras, haber dado casa y refugio a tantos, haber dado de nuestro plato de comida y nuestras oportunidades a quienes en ese momento más lo necesitaban.
Hoy son muchos los lugares que nos están abriendo sus puertas y, yendo más allá, están solidarizándose profundamente con una situación que, sin duda, nadie debería vivir. La lejanía con la familia; el ver crecer a tus seres cercanos por una pantalla, sin saber cuándo y cómo los podrás volver a ver.
Cada vez veo con mejores ojos cuando dábamos oportunidades a los extranjeros que la merecían más que nosotros y buscábamos aprender de ellos. Hacíamos que los migrantes supieran con certeza que no regresarían a su país a enfrentar el motivo por el que se fueron.
Hoy estoy convencido que el mundo necesita más Venezuelas de aquella época, se necesitan más Argentinas, Méxicos, Colombias y Españas; necesitamos más la tecnocracia y la meritocracia; que las oportunidades deben darse a los mejores sin importar su pasaporte y que los países deberían incentivar el crecimiento de quienes demuestren ser capaces, independientemente de su origen y siempre en favor del desarrollo de la nación.
Estoy convencido de que el éxito llega y me llegará por el compromiso, la entrega, la pasión y el profesionalismo con el que me he conducido toda mi vida.
Sin embargo, creo que el mundo sería más sano, más exitoso, más humano, si la razón de nuestra diferencia no fuera un elemento para separarnos, sino para unirnos…
Y que ser ciudadanos del mundo no es un defecto, sino una virtud que te permite permear a otras culturas con experiencias distintas y, finamente, hacer crecer a toda una nación.
Aclaro, ser migrante no debe despertar lástima, los migrantes que violen las leyes de los países deben ser deportados y tratados como los delincuentes que son, sin embargo, negar, cuestionar o repudiar sólo por el lugar de tu nacimiento, creo que lleva a la humanidad, cada vez más, a ser menos justa y menos humana.
Este artículo fue producto de las sabias palabras de quien hoy me acompaña (esperando que sea para toda la vida), de quien me abrió las puertas de su casa, de su familia y su corazón para recibirme.
Gilda Velázquez Mason no encontraré palabra para agradecer a ti, a tu madre, padre, hermanos y a tu familia por el noble corazón y la sencillez de aceptación; tendrán siempre un venezolano-libanes profundamente agradecido con ustedes.