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Las políticas migratorias que el presidente Donald Trump obligó a adoptar al gobierno mexicano han puesto en la agenda pública un tema que, si bien no es nuevo para nuestro país, sí implica un cambio radical en el modo de abordar uno de los fenómenos distintivos de nuestro tiempo.

México pasa poco a poco de ser un país de tránsito a ser uno donde las y los migrantes buscan o buscarán permanecer en espera de ya sea obtener permiso para residir en Estados Unidos, o de hacer una nueva vida en territorio nacional, en esa tendencia a la movilidad que marca buena parte del siglo XXI.

La migración, así, y sobre todo la que proviene de Centroamérica, exige cambiar enfoques y adoptar medidas que prevengan y den solución a un fenómeno doloroso, que lleva a millones de seres humanos a abandonar sus hogares en busca de una mejor calidad de vida, de oportunidades; un fenómeno que, ante todo, implica que las y los migrantes deben recibir un trato que sea digno, en apego a los derechos humanos.

Fuente: Gaceta de la UNAM

Es decir, es urgente que la migración deje de verse como problema, como “el problema de la migración”: ninguna persona puede ser tratada como un problema sino, por el contrario, debe procurarse un enfoque que ponga por encima de todo la dignidad humana, máxime frente a quienes se ven forzados a abandonar su lugar de origen y enfrentan una travesía riesgosa, compleja y que los gobiernos del orbe deben facilitar y paliar en sus consecuencias inmediatas.

México se convierte en un país que debe responder a este nuevo enfoque migratorio. Y queda una gran duda acerca de si hay la capacidad y la voluntad para hacerlo.

Hay una larga ruta de la frontera sur a la del norte, y poco a poco las ciudades, sobre todo las capitales, se convierten en lugares donde mujeres y hombres buscan una forma de insertarse en la economía, casi siempre la informal, casi siempre la que linda más con la miseria y la caridad.

Las voces de quienes se ven obligados a la mendicidad cambian, los acentos suenan a otro sitio, los rostros de la pobreza se multiplican y cobran nuevos rasgos, nuevas costumbres, nuevas tradiciones.

Los países que resuelven de manera positiva el tema migratorio hacen de sus estrategias un ganar-ganar para nativos y para quienes llegan de fuera: Canadá, Uruguay, Estados Unidos en sus mejores momentos o Alemania son modelos de integración, incorporación y trato digno, de dar solución a situaciones que convierten el país que recibe en crisol cultural donde la diferencia encuentra el modo de ser suma, de enriquecer a propios y ajenos, de hacer de esa convivencia no exenta de retos el rostro de la multiculturalidad.

Para alcanzar esa meta es indispensable revertir y modificar una tendencia en el debate público cada vez más notoria –sobre todo en redes sociales, aunque por desgracia también ya entre líderes de opinión y una parte de la clase política– a zanjar divisiones entre un ellos y un nosotros, entre un los de fuera y los de casa, expresiones que dividen y señalan, que descalifican y rechazan, muestras de un nacionalismo que puede tomar con facilidad tintes chauvinistas o xenófobos.

Estas actitudes ya se reflejan de manera preocupante en la opinión publica.

En una encuesta publicada el pasado 20 de junio por el periódico El Financiero, 63% de los cuestionados opinan que México debería cerrar la frontera sur a los migrantes, frente a 35% que consideran que hay que apoyar y facilitar a los migrantes el paso por el territorio nacional.  

La cifra obliga no solo al gobierno federal sino, además, a los estatales y municipales a explorar mecanismo de ayuda y apoyo, de refugio y atención digna tanto a adultos como a niñas y niños, a diseñar formas innovadoras de inserción social, de salud pública, educación y empleo, a considerar modelos como las “ciudades santuario” en Estados Unidos, entre otros tantos.

Todo ello, se insiste, no en detrimento de las y los mexicanos, como se ha mencionado en no pocas ocasiones, sino sobre todo pensando en que este cambio en el carácter de la migración es muy probable que se convierta en permanente, que modifique la convivencia de las comunidades y que todo ello debe encauzarse para el crecimiento y el desarrollo personal y colectivo tanto de quienes llegan como de quienes ya están.

Defender a los migrantes mexicanos de los abusos que se cometen a diario en otros países, sobre todo en Estados Unidos, sin mirar el modo en que protegemos y protegeremos a quienes llegan a nuestro país es una contradicción y una incongruencia.

Las y los migrantes son un sector vulnerable, de los más vulnerables, presa fácil de los abusos de tratantes de personas, del crimen organizado, de la delincuencia o incluso de las propias autoridades; añadir a estas circunstancias la incapacidad de nuestro país para asumirse en su papel de cara a un mundo global, móvil y multicultural, es condenar a miles de mujeres y hombres al desamparo. El siglo XXI nos exige estar a la altura de este reto.