Twitter: @LuzJaimes
El Maestro se refiere a sí mismo en esa obra que habla sin ninguna duda de su vida. Recuerda la infancia, el primer deseo, los viajes; los años viejos. Habla de reencuentros y desencuentros. Del enfrentamiento.
La obra de teatro va sin firma, como si confesar lo que uno siente fuera malo. Como si todos sus personajes fueran él. La gente que lo conoció se reconoce en lo que cuenta. Se busca en lo que escribe. Le gustaría aparecer en esas letras y se decepciona cuando no se lee. Al final él es todos sus personajes y ninguno.
Entre toda su gente, que ha sido efímeramente demasiada, alguien piensa que es motivo del primer amor. Ella está segura de que es musa. Él vive convencido que es capaz de provocar el odio de ese cuento. Y todos se equivocan.
Entonces el maestro se cuestiona. De qué más puedo hablar sino de la vida misma.
Porque vivir es algo que nos pasa a todos aunque algunos no se den ni cuenta.
Piensa en narrar de la existencia de los otros. Cómo hacerlo si no habita uno más que en su enfermo interior.
La única manera entonces de desdoblarse y salir de sí mismo es la pantalla. Enfrente está el otro que no es él, pero se parece. El cine de la infancia, el que huele a pis, a jazmín y a brisa de verano. Las noches de tequila y de Chavela.
El maestro se levanta hoy de la cama, se pone guapo y colorido. Se mira al espejo y se pregunta cuál es la siguiente historia por contar. Cuando se envejece intensamente uno habla de la gloria y el dolor.