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Cuestión de querer, de saber estar…
Hace dos años recorrí andando tres rutas del Camino de Santiago, la ruta española de peregrinaje más transitada de Europa.
Un camino en solitario que me regaló experiencias grandiosas y amigos invaluables, ello gracias a que aprendí a estar.
Durante dos meses y medio intenté habitar los lugares, los momentos, los caminos, los espacios, los encuentros. Aunque no siempre lo logré, su valor, la satisfacción y la lección quedaron tatuados no solo en mi libreta o en mis pies, sobre todo, en el alma y el corazón. ¡Ah cómo lo disfruté!
Muchas veces era la última en empezar a caminar y por consecuencia, la última en llegar al siguiente pueblo. No me arrepiento nadita. Lo recuerdo y no puedo evitar una sonrisa desde lo más profundo de mis poros.
Y es que una de las recomendaciones más comunes para los peregrinos, que por cierto, no comparto, es levantarse a las 4 o 5 de la mañana para ganar cama en el albergue del siguiente pueblo, es decir, empezar a caminar aun con el cielo oscuro y caminar sin parar. Lo triste de esto, es que lo mejor del camino es el paisaje, son los momentos, la reflexión, los encuentros, no solo con el otro sino contigo mismo, entonces con prisa y a ciegas, es difícil cumplir esa meta.
Aun así, muchos, como tienen poco tiempo o también por algún temor, aplican la sugerencia de caminar antes del amanecer, aunque tengan que llevar la lámpara encendida. Eso no sería lo malo, es muy lindo ver el amanecer a medio camino, lo terrible es no apreciarlo por tener prisa; sin embargo, esta dinámica es muy recurrente en época de vacaciones, cuando los caminantes son muchos.
Yo tuve la fortuna de caminar en invierno, así lo busqué en esta ocasión y lo recomiendo totalmente. Ir cuando la mayoría se queda, porque mis dos primeras caminatas, que solo fueron probaditas, las hice en verano y corroboré lo arriba comentado.
Esta vez, los primeros días mientras aprendía la lección; el miedo, la ignorancia y la sensación de incertidumbre, ganó a la novedad, al sentido y al ejercicio de la libertad. Justo a vivir, a habitar los senderos, habitar mis pasos, y sobre todo, los encuentros que no se volverán a repetir. Al menos no de la misma forma.
Aun cuando no debía cuentas a nadie y mi deseo era estar más tiempo, la visita de un amigo francés que fue a despedirme y desearme suerte en esta aventura que hice en solitario, al menos de inicio, la eché a perder. Con los nervios de ser una buena peregrina, según los parámetros de no sé quién, me tomé un café muy breve, tan apresurado que el sabor se desvaneció y me alisté al camino; perdí el encuentro real con ese amigo querido.
Lo anterior, fue en la primera de las tres rutas que recorrí, en este caso, la francesa (la ruta más popular). En San Jean Pied de Port (San Juan Pie de Puerto), ciudad fronteriza con España.
Antes de la semana, empecé a escuchar a mi corazón, y empecé a habitar los albergues que tenían encanto, donde sentía conexión con las personas, con la gente, con las cafeterías, con el otro como yo, con el pueblo, con el paisaje, con una conversación y siempre quería explorar más.
Los habitaba, a veces en silencio, otras, con cómplices del camino, sin importar la hora en que llegara al siguiente destino y si tenía que repetir otra noche en el mismo pueblo, lo hacía. No había prisa. A ese paso, corría el riesgo de no llegar a la meta, no me importaba, estaba viviendo el camino, no de puntitas, pisaba con toda la planta del pie, que por cierto, me sentía como nunca en mis zapatos, no importaba si pisaba tierra, lodo, nieve, para eso me había preparado o al menos, eso quería vivir:
Habitar se volvió mi consigna.
También admito que este tipo de viaje para los mexicanos son pocos en la vida. Nos enseñaron a tener prisa, a no merecer vacaciones, a seguir las indicaciones y recomendaciones del otro.
Generalmente cuando te decides o la vida te empuja, cierras un ciclo en tu vida y destinas tiempo a romper esquemas, algo que tenías pensando mucho tiempo atrás, pero que siempre pospones, es decir, el vivir, para mí, sinónimo de habitar.
Pero habitar no solo aplica en los viajes…
Habitar los espacios, los encuentros, los momentos. Pueden ser todos los días, no es un lujo, es una forma de vivir. Es saber estar. Un cumpleaños, en el trabajo, en el gimnasio, en la cafetería, los momentos con tu persona favorita; los paseos con tu perro, los momentos de silencio en casa o en los trayectos.
Puede ser tan obvio como contemplar el cielo, ¿cuántas veces al día o haces?; el caminar de forma consciente, sentir cada pisada; el sonreír al otro, el mirar a los ojos, el detenerte a saludar, a preguntar sinceramente ¿cómo estás? y estar dispuesto a escuchar la respuesta; a escucharte a ti; a disfrutar ese sorbo de café, a sentir el agua que recorre tu cuerpo cuando te duchas; a apreciar los olores, a hacerte consciente de tu respiración. Y así, de cada minuto de tu vida.
En mi caso, soy alumna y profesora de yoga, y en la práctica me gusta habitar las posturas; si tú corres, caminas o montas en bicicleta, el aire que se siente al andar es inigualable. ¿por qué no hacerlo consciente, por qué no agradecer? Hagamos un hábito el habitar… aunque sea solo por convivir.
Y tú ¿cuándo fue la última vez que habitaste?