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Donald Trump representa lo peor de la clase política: la ignorancia inconsecuente, el privilegio inmerecido, el egoísmo rampante, la mentira descarada, el racismo beligerante, la ofensa gratuita y la misoginia flagrante, entre muchos otros defectos amplificados por una dolorosa y ofensiva impunidad. Y no solo duele que siempre se salga con la suya, sino que sigue teniendo gente dispuesta a defenderlo y apoyarlo, de propagar su odio y su ignorancia, de confiar ciegamente en él aunque el único beneficiado de sus acciones siempre sea el propio Trump.


A pesar de sus cotidianos alardeos sobre los logros de su administración (con más datos falsos que verdaderos) lo único verdaderamente impresionante de su administración es que ha logrado llevar a la realidad las peores expectativas que pueden tener los ciudadanos de sus gobiernos. Y no solo eso. Realiza acciones que para administraciones pasadas habrían sido impensables con un dejo de orgullo y flagrancia, como si sus faltas de conducta fueran algo para presumir y no un motivo de la más profunda vergüenza.

El presidente que llegó a la Casa Blanca por hablar como la gente y “decir las cosas como son” es el mismo presidente en 2018 dijo en promedio 15 mentiras al día. El presidente que prometió trabajar todos los días porque la clase política ya había abusado de sus privilegios durante demasiado tiempo es el mismo que le ha costado aproximadamente 96 millones de dólares al erario americano tan sólo en visitas a campos de golf. El presidente que iba a “limpiar el pantano” es el que más ha contratado a directivos de empresas en puestos de gobierno y ha hecho del nepotismo una práctica común en gobierno del país más poderoso del mundo. El presidente que prometió velar por el interés de los trabajadores despojados por la globalización es el mismo que no ha logrado detener las cifras de pérdida de empleos en estados claves como Pensilvania, Michigan y Wisconsin, pero ha sido muy exitoso en monetizar su presencia en la Casa Blanca, pagando dinero del gobierno directamente a sus negocios (como campos de golf, por supuesto) y explotando su marca hasta en la mercancía más vulgar. Y lo más patético de todo: el presidente que iba a hacer a Estados Unidos grande otra vez, parece ser un títere de una potencia extranjera.

El proceso de deterioro ha sido rápido, pero no lo suficiente como para alertar a las grandes cifras de americanos que votaron por él o para construir un movimiento de oposición serio. Las mentiras que dice por televisión y por Twitter siempre parecen vencer a las sesudas investigaciones de medios como el New York Times, a pesar de ganar prestigiosos premios por desenmascarar al presidente de los Estados Unidos como un truhan. En gran medida esto se puede explicar porque éstas son leídas sólo por quienes ya tenían ese tipo de sospechas, pero no por quienes creen en él ciegamente y se identifican con su retórica. Los vituperios que lanza hacia las comunidades que sus votantes identificaban como parte del problema (los extranjeros, los medios, las élites) son música para sus oídos, aunque la realidad es que muchos de ellos siguen sin trabajo, y a diferencia de Trump, siguen sin tener dinero en sus bolsillos.


Resulta absolutamente incomprensible que aún ante la flagrancia de sus engaños, Trump parece ser un sólido contendiente para la contienda presidencial del 2020. En poco más de dos años ha destruido una parte importante de lo que la administración pasada logró construir. En poco más de dos años Trump ha acabado con la dignidad de la investidura presidencial y ha corroborado las sospechas de que nuestras democracias están enfermas. Trump nos ha demostrado lo nociva que es la falta de ética, pero la lección más importante que nos ha dado hasta el momento es que lo más peligroso para un país, es la sed de cambio sin rumbo.