¿Quién no tuvo alguna vez un pollo cuando niño? Yo sí y se llamaba Gabriel. Lo bauticé  porque mi padre dijo que a los bebés se les nombra de acuerdo al día del santoral católico. Entonces, debió haber sido un veintisiete de febrero cuando lo compramos en algún mercado de esta gran ciudad.

Llamó mi atención un pollo color lila que apenas si tenía unos días de haber nacido. Era más bonito que cualquier peluche que jamás haya tenido. Yo no sabía que lo habían bañado en pintura tóxica, que le habían puesto sellador y que no se le pronosticaban más de tres días de vida. Le mentí a mi padre, le dije que quería una bolsa con lunetas porque de regalo te daban un pollito. Nunca me han gustado las lunetas.

Ahí estaba mi Gabo, del color de una de aquellas bolas de chocolate corriente confitado. Recuerdo la envoltura de los dos productos, una bolsa de papel estraza. Lo recibí, fingí que comía las lunetas, luego las tiré discretamente y abracé a Gabriel con las dos manos. Mis labios tocaron sus plumas con cariño.

Al llegar a casa mis padres discutieron. A ella no le gustó la sorpresa. Dijo que el pollo tenía que irse de la casa.  Yo lo cuidé. Lo escondí en donde todos los niños guardan las cosas que atesoran, en una caja de cartón. Ese era su hogar, debajo de mi cama mamá jamás podría encontrarlo.

Cada tarde cuando llegaba de la escuela, lo sacaba a caminar. Él debía recorrer la recámara de una lado a otro con gran velocidad. Mi ignorancia me hizo pensar que podía actuar como un perro y le enseñé a obedecerme con un “cusucusu Pollito Gabriel”. El aprendió, respondía a mi llamado y al llegar a la meta, que eran mis brazos, subía hasta a ellos y se dejaba besar.

El color lila se perdió y Gabriel había crecido. Era un pollo guapo, rollizo con un plumaje color claro, casi blanco y un porte especial. Pero los secretos no se guardan para siempre y cuando tienen vida se empeñan en ser descubiertos. Así, una tarde al volver del colegio mi madre tenía tenía a Gabo entre sus brazos, afligida. Yo no había notado que mi pollo tenía las patas chuecas, resultado de vivir en una caja de cartón que ya no estaba a su medida.

Lloré demasiado cuando me anunciaron que lo llevarían a una granja. Todos sabemos lo que son las granjas. Confíe y lo dejé ir a un lugar abierto; por su propio bien.  Si la noción del tiempo no me falla, habrán pasado algunos meses cuando fui a visitarlo. Era una casa con un terreno muy grande y un pasto muy verde. Me puse de cuclillas e invoqué a Gabo con el “cusucusu Pollito Gabriel”. Velozmente vino corriendo hacia mi un gallo enorme y elegante, muy blanco, de cresta roja y patas chuecas.  Se dejó besar. Me reconoció y me abrazó con sus alas.

Meses después recibí la noticia de su muerte. No pregunté más.