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En el año 2011 se reformaron varios artículos de la Constitución en materia de derechos humanos; esta gran reforma fundó una nueva etapa en nuestro sistema jurídico, dando un giro radical a la concepción normativista que prevaleció hasta ese entonces. Antes de esta reforma constitucional de gran envergadura, nuestro sistema legal abrazaba el principio dura lex, sed lex (dura es la ley, pero es la ley) o, en otra de sus acepciones, Durum est, sed ita lex scripta est (es duro, pero así está escrito en la ley); mal entendida, esta concepción ponía el texto de la ley por encima de la persona humana, y la sometía al designio de sus puntos y comas: la norma era un sinónimo obligado de justicia, aunque en realidad en muchas ocasiones era su principal antónimo.

La reforma de 2011 introdujo el principio pro persona y ello abrió la puerta a un sistema de derechos y, más importante aún, de ponderación de dichos derechos con el objetivo de maximizarlos en sus beneficios a la persona y restringir en lo posible las limitaciones que la norma impone; obligó a que todas las autoridades, como resultado de dicha ponderación, apliquen la norma que proteja más o que más amplíe los derechos del interesado. Esto es importantísimo para segmentos poblacionales en situación de vulnerabilidad jurídica, pues la maximización de sus derechos puede ser la diferencia entre afectaciones irreparables o su prevención. Las víctimas de delitos o de violaciones a derechos humanos, los indígenas, los migrantes, los menores de edad, las personas con discapacidad, entre otros, son grupos para los que la debida aplicación del principio pro persona es indispensable e, incluso, en no pocas ocasiones, una cuestión de vida o muerte.
Pero la maravilla del texto constitucional no siempre se ve reflejada en la realidad y son muchas las autoridades que todavía optan por sostener un “argumento contra la persona” al resolver sus solicitudes, con lo que aplican a contrario sensu el principio pro persona, es decir, restringen lo más posible los derechos y maximizan ad infinitum las restricciones que la ley impone. El caso San Fernando, Tamaulipas, en el que en el año 2011 se localizó al menos 120 cadáveres –muchos de ellos de migrantes centroamericanos-, en varias fosas clandestinas, es un triste ejemplo, pues en sesión del 20 de febrero, la Primera Sala de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, resolvió el recurso de inconformidad 28/2018, determinando que el Ministerio Público de la Federación, al negar el acceso total a dos víctimas indirectas, a las investigaciones y a los expedientes, violó sus derechos como víctimas y, en consecuencia, la Sala les reconoció la calidad de víctima y ordenó que se les otorgue copia certificada sin testar, de todas las documentales que constan en las averiguaciones previas. No solo fueron víctimas de la delincuencia, sino también del actuar institucional.
Si la Constitución reconoce como derecho de todas las personas a que en cualquier resolución que emita una autoridad se pondere el alcance de sus derechos y libertades para beneficiarla en la mayor medida posible, ello significa que nuestras leyes están ahora dedicadas a proteger al ser humano y no a sojuzgarlo; esto también constriñe a la autoridad a cambiar sus paradigmas y a aceptar que la razón de ser de todo cargo y función pública, así como de toda norma jurídica, es la búsqueda de la mayor satisfacción y garantía de la libertad individual y social. Infortunadamente hemos comprobado que este paso ha sido muy difícil de dar; nos cuesta mucho cambiar el paradigma normativo autoritario y eso viola sistemáticamente los derechos humanos.

Gracias al juicio de amparo estas penosas determinaciones administrativas son constantemente revertidas, pero los juicios pueden durar años y, mientras tanto, las víctimas de estas violaciones a derechos humanos permanecen en estado de indefensión. Tenemos que cambiar el paradigma en las instituciones.