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La muerte es algo que no debemos temer porque, mientras somos, la muerte no es, y cuando la muerte es, nosotros no somos.
–Antonio Machado
Y sin embargo, al paso de los años no me ha quedado más que pensar en ella, la muerte es imparable e ineludible.
Aún recuerdo aquellos años en que yo me sentía inmortal, mientras caminaba por las calles de Ciudad Victoria a los 18 años, consciente de la vitalidad, la fuerza y las hormonas que bullían en mi interior.
Sin embargo, la realidad me ha alcanzado. Muchas pérdidas, multitud de retratos y de recuerdos llenan los cajones de mi memoria. Unos cajones que constantemente se abren para escupir los recuerdos que guardan en su interior. Memorias que siempre aumentan.
El año pasado fue especialmente terrible, se unieron a las filas de mis fantasmas mi padre y Pita, engrosando el grupo de Chelo, mis abuelos, y sobre todo, Emiliano.
En el caso de Pita, tía por parte materna, fue una sorpresa que cimbró a mi familia entera hace un año, casi con exactitud. Ella fue el último gran baluarte de las reuniones familiares de fin de año. Esas que alguna vez congregaron a unas cincuenta personas para comer mole verde de pepita, pierna de cerdo y horrorosa ensalada de navidad.
Mujer de las de antes, madre parcial de muchos de mis primos y de mí mismo, Pita, Guadalupe en términos formales, parecía eterna.
Fumadora por décadas de cigarros delicados, placer que le disminuyó la capacidad pulmonar con los años y contribuyó a su muerte, fue una educadora de toda la vida. Predicaba con el ejemplo, dura y amorosa siempre pensó que las personas podíamos crecer.
Recuerdo especialmente como nos llevaba a mi hermana y mis dos hermanos-primos, Ro y Babe, a explorar la secundaria que ella dirigía, una especie de laberinto de cemento y piedra volcánica ubicado a unos 200 metros del museo Anahuacalli.
Como mamá postiza combinaba esas visitas con giras de cacería de publicaciones a la feria internacional del libro infantil y juvenil, que se llevaban a cabo en el Auditorio Nacional, sumando además, tardes de domingo jugando boliche en el Bol Tlalpan.
Pita, mi Pita, nuestra Pita de todos los primos, así nos dejó muchos momentos inolvidables en esos cajones de la memoria.
Sin embargo, la razón por la que escribo de ella es para dejar un pequeño homenaje a la profesionista, educadora y convencida de la necesidad de transformar a nuestro país, que heredó esas convicciones a la primiza. Una herencia que es más necesaria que nunca.
Honestidad y trabajo, cumplir de la palabra dada, participación para combatir la dictablanda del PRI desde trincheras discretas pero indispensables en los años 80 y 90 y la convicción de que podemos ser mejores como personas y sociedad son los otros elementos de la herencia.
Ella me enseñó que debemos siempre ver más allá y no dejarnos engañar. Una anécdota la pinta de cuerpo entero.
Como parte del frente cardenista, acompañada de su hermana Licha, estuvo como representante de partido en las presidenciales.
Detectaron que en el padrón había registrados decenas de vecinos que supuestamente vivían en unos edificios que se habían derribado tras el sismo del 87. Sin dudarlo salieron corriendo a corroborar que en efecto no existía y tras esto, hablaron con el presidente de casilla para que llamara a la fuerza pública para arrestar a quien se presentara diciendo que era uno de esos votantes irregulares.
El representante del PRI desapareció media hora y los votantes fantasmales nunca aparecieron.
Seguro Pita estará allá, donde quiera que eso sea, platicándole a mi hijo Emiliano anécdotas sobre su padre, fumando una cajetilla de delicados con Chelo y discutiendo con mi papá sobre tal o cual asunto de política, mientras recibe a amigos y el resto de la familia en su mesa redonda con café y pan.
Nos haces falta, tía. Tanto como hace una año que te fuiste. Ojalá sigas usando los huipiles, las camisas bordadas de flores, las trenzas y esa sonrisa de sabelotodo que tan bien te que quedaba.