Cosas imposibles
Por: Arturo Olaiz
Twitter: @olaiz
Detrás de la última campanada que anunciaba las tres de la mañana, hora en que el contacto con los ángeles es poco recomendable, Héctor, joven policía de tránsito de esta jungla de asfalto, estampó una vez más su afeitada cabeza contra la fría y azulada pared que estaba a la derecha de su cama. El motivo de este decimoquinto ataque en contra de sí mismo fue una vez más causado por la inestabilidad emocional de aquella alta y elegante mujer, de largo cabello rojizo, con muslos carnosos, caderas prominentes y senos discretos; por esa fémina, que según palabras del mismo Héctor, era el eslabón entre la divinización humana y la humanización divina, entre el largometraje y el eterno metraje…su novia, Jeaninne. En esta ocasión, ella había decidido terminar, por enésima vez, su criticada relación con Héctor, cuando él insistió en que debían de dejar a un lado la cocaína, el LSD, las pastas y aquellos extraños estimulantes morados, que solían ingerir juntos cuando terminaban agotados después de una larga cogida...
Héctor, después de este último golpe, que consiguió decorar su pared con manchitas rojas, decidió ya no pensar en su desagradable situación y tomó un par de somníferos para conciliar de nuevo sus abigarradas pesadillas.
Al día siguiente, Héctor se levantó dos minutos después de que el camión de la basura anunció su partida con el clásico aceleré del motor de un viejo DINA modelo 82, sorbió un poco de café, miró su reloj, comenzó a hojear El Financiero del día anterior y cayó en una profunda depresión que fue inmediatamente confiada a la única almohada que estaba en su cama.
Después de miles de millones de segundos de departir unos chocorroles con las hormigas, de rozarse solamente con su sombra, de oler los gases putrefactos que desprendían un par de manzanas, de platicar con sus ampollas y de degradarse a escuchar tres emisiones continuas de un programa de radio que se dedica a denigrar las relaciones interpersonales, llamado Friends connection, Héctor continuó salivando ante el recuerdo de lo que alguna vez fue su romance con su bien dopada Jeaninne.
Todo parecía una vil y muy común vivencia de las pos guerras que anteriormente había sostenido con su novia por tal o cual motivo, solo que en esta ocasión el tiempo se encargó de comenzar a preocuparle cada vez más. Al transcurrir cerca de dos meses de incongruente soltería, durante los cuales las únicas palabras dirigidas para él eran las del gordo conductor del microbús que le preguntaba en dónde bajaba, Héctor comenzó a maquilar un plan para acercarse de nuevo a Jeaninne. Esta estrategia consistió en contratar un trío de mariachis, que estuvieran dispuestos a llevarle serenata a su bien extrañada Jeaninne, por solamente doscientos pesos y un cartón de cervezas Sol, que tenía debajo de su cama, pero lo único que consiguió fue un par de gordos que disfrazados de pachucos. Hurtaron un par de guitarras en Garibaldi y fueron hasta Paseos de Churubusco a cantarle a la pelirroja adicta.
Después de que los gordos vociferaron un par de canciones de Saúl Hernández, y al ver que no existía respuesta alguna por parte de su amada, Héctor encaminó a los cholos a tomar un libre y regresó enfurecido a su casa. Ya en su habitación, abrió precipitadamente su ropero, extrajo unos ridículos boxers de corazoncitos, y recordó inevitablemente la escena en la que Jeaninne, después de regalarle y rogarle para que se pusiese los boxers, decidió quitárselos en un loco e impulsivo arranque de deseo carnal. Volteó al espejo, se examinó y enfocó su mirada en la cicatriz que tenía en la ceja izquierda e inevitablemente recordó cuando Jeaninne, pacientemente, le aplicó un par de vendoletes para que su herida suturara; se encaminó al sanitario, se sentó a defecar, observó la cerradura de la puerta y recordó el día en el que Jeaninne le pidió prestado su baño para ducharse y él, astuta y lascivamente, se asomó a través del orificio de la cerradura, para constatar que las detalladas curvas, que el vestido floreado que ella traía puesto sugerían, estaban debidamente justificadas. Se limpió los restos de estiércol en su trasero, lavó sus manos y dientes, y decidido a no pensar más trató de conciliar el sueño... - 111, 112, 113 - y nada... - 114, 115, siento angustia, temor, preocupación, deseo, frustración y una maldita desesperación.-
Eso fue lo último que Héctor pensó antes de vestirse rápidamente y correr hasta la casa de Jeaninne. Al llegar a la puerta de la casa gris, Héctor extrajo de sus bolsillos una llave plateada, que tenía una etiqueta que decía " del cielo", la introdujo en la chapa lentamente, suspiró y se decidió a entrar por ella. Mientras caminaba a lo largo del pasillo que conducía a la habitación de Jeaninne, iba recordando el miserable tono de voz con el que ella le gritó que la dejara libre. Apesadumbrado se topó con la puerta cerrada de la habitación, suspiró tres veces y abrió despacio, inmediatamente su pulso cardiaco se aceleró al descubrir que justo al pie de la cama de madera tallada, se encontraba tirada Jeaninne rodeada de aquellas pastillitas moradas por las que habían discutido, rápidamente la levantó y al notar que no respiraba, comenzó a darle masaje cardiovascular, después de cinco bombeos, decidió darle respiración de boca a boca, mientras recordaba aquel día nublado en el que por primera vez logró robarle un beso con el pretexto de limpiarle unas gotas de helado que brillaban en sus carnosos labios; súbitamente, Jeaninne reaccionó, pero más tardó en toser que en golpear a su salvador, al mismo tiempo que le exigía que se largara. Sin más por hacer, Héctor regresó a su casa con una derrota más a cuestas y con la firme convicción de rascarse solo...
Transcurrieron dos días de inútiles esfuerzos por no pensar en Jeaninne, pero al ver el cereal la recordaba, al oír sus discos compactos la extrañaba, al escribir la deseaba, al respirar la invocaba y al vivir la idolatraba.
Fue durante su tercer insomnio que encendió la radio y volvió a escuchar el programa de Friends connection repentinamente se imaginó llamándole a Jeaninne por medio de esa radiodifusora para humillarse públicamente ante ella y tratar de conseguir su perdón. Tomó el teléfono, marcó a la cabina y le comentó a la telefonista lo que quería hacer, prontamente, el locutor del programa pasó su llamada al aire, para no perder la exclusiva de la próxima humillación y telefonearon a Jeaninne... después de tres tonos, ella contestó, el locutor del programa (en tono burlón) le dijo que hablaba de la estación fulana y que había alguien que quería hablar con ella, Héctor espero dos segundos y comenzó a recitar una serie de disculpas y juramentos, con los que el locutor comenzó a reír; Jeaninne comenzó a reñir y a insultar a Héctor -Eres un imbécil oportunista y naco- dijo ella furiosamente -quiero que desaparezcas totalmente de mi vista- repitió varias veces; Héctor, consternado, le preguntó si realmente deseaba eso, ella contestó afirmativamente y un silencio lúgubre dominó durante un par de segundos, - ¿Eso es lo que quieres? Eso es lo que tienes- dijo Héctor antes de que se oyese el disparo que diera fin a la conversación por la radio. -¿Qué pasa?- dijo el locutor -Vamos a comerciales- asintió mientras se escuchaban los sollozos de Jeaninne. Mientras en la radio se oía el comercial de Coca cola light, Jeaninne se vistió apresuradamente, tomó unas llaves y corrió hasta la casa de Héctor, abrió rápidamente la puerta, vio la bocina del teléfono descolgada, y encontró el cuerpo de su novio tirado boca abajo en el piso, con un retrato volteado en la mano izquierda, y con el revolver de policía en la mano derecha. Se acercó al cuerpo, y desvió su atención por el retrato, lo tomó y se percató de que era un espejo que estaba perforado por una bala, volteó a dónde su novio y fue recorriendo con la mirada el cuerpo sin movimiento de Héctor, al mismo tiempo iba recordando como fue que Héctor la beso por primera vez, cómo fue que le regaló y le quitó aquellos ridículos boxers de corazoncitos y cómo fue queHéctor la espió cuando se duchó en su casa; finalmente lo tocó por la espalda y se percató de que respiraba normalmente, lo volteó boca arriba y le abrió los ojos, - Te amo- dijo Héctor, -Perdóname por desear cosas imposibles- Susurró mientras la encañonaba con el revolver. Ella lo abrazó fuertemente durante cinco o seis segundos y le ayudó a levantarse, se miraron tal y como lo hicieron por primera vez y se besaron apasionadamente hasta que Héctor levantó su mano derecha, aún empuñando la pistola, y decidió inmortalizar el momento disparándose en la sien derecha.
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