A lo lejos se alcanzan a percibir unas sirenas y Aurora confiesa que el sismo del 19 de septiembre le destrozó los nervios. Estamos a 150 metros de su departamento, en una fonda de la colonia Lindavista que sirve a un grupo de damnificadas como sitio de reunión.
Aurora vivía en el departamento 104 del edificio 909 de Coquimbo. Su hogar no colapsó; sin embargo, ella, junto con Alejandra, Laura y Chantal, no han podido regresar a ese sitio desde el día en el que el temblor de magnitud 7.1 sacudió a Ciudad de México. Ellas no corrieron con la misma suerte que sus vecinos del edificio 911 o con la de las 369 personas que murieron tras la catástrofe, pero algo debió haberles arrebatado el sismo, además de sus departamentos.
El edificio comenzó a moverse. Eran las 13:15 horas y mientras esto ocurría, el inmueble en donde se encontraban Alejandra, Laura y Chantal era golpeado por el de al lado. Ese golpeteo les hizo creer por instantes que ellas eran las que colapsaban. Alejandra y Laura hasta ese momento no sabían que le temían a los sismos ni mucho menos el daño que podría ocasionarles en sus vidas. Mientras Laura atendió, con calma, las indicaciones que tiempo atrás elementos de Seguridad Pública le habían dado; Alejandra, al escuchar que las paredes crujían y al ver que sus pertenencias caían al suelo, corrió desde el sexto piso hasta el techo, junto a su hija mayor.

Si le preguntases a Alejandra qué fue lo que pensó durante esos segundos, te contestaría que le encantaría responderte, “pero no sé”, diría. Lo que sí sabe es que solo veía por su vida y la de su hija. Cuando llegó a la calle, y Laura y Chantal aún seguían en sus departamentos, su hija gritaba que el edificio de al lado había colapsado -se hizo sándwich- pero ella solo pensaba en ir por su hija menor al colegio. Había polvo, tierra roja, y Laura aún buscaba sus anteojos.
Desde el centro de la ciudad, Aurora hacía un traslado a su departamento que -en un día común y corriente habría sido de 30 minutos- se convertiría en una odisea de tres horas. “Ese trayecto hacia acá para mí fue eterno”, dice, aunque nunca supo cómo llegó. La narración de su trayecto no existe, porque no la recuerda, y tampoco le interesa que esos recuerdos regresen. Aunque sí puede decir que haber visto el rostro de sus vecinas a su llegada al edificio fue “shockeante”.
Laura buscó, sin suerte, un teléfono para comunicarse con su familia. Alejandra, junto con sus hijas, permaneció sentada en una acera mientras recibía mensajes de WhatsApp -desde el extranjero- que hacían que imaginara la magnitud del sismo.
Los días posteriores al temblor, a los rescates y los días que han trascurrido hasta este momento, han sido de espera… Ahora, hacen una alegre pelea para saber quién va a pagar la cuenta del desayuno.
En la calle de Coquimbo ya no existe, por ahora, el número 911. Si alzas la mirada en este espacio vacío que dejó el sismo podrás ver un agujero que hay en el quinto piso del 909: esa pared dañada correspondía a la habitación de los hijos de Chantal. El lugar ya no luce aterrador, pero atrae recuerdos.

Un sismo de esa magnitud puede cambiar la vida de una persona de forma, a veces, insignificante a tal grado de que como a Alejandra, sientas que no te convirtió en una mejor persona, porque ya lo eras. Pero en otros casos, el cambio en tu vida pudo haber sido gradual, casi invisible. Aunque otros, en el primer instante pudieron haberse percatado de que su estilo de vida no volvería a ser la misma. De pronto, estar en pijama en una de las alcobas de tu departamento junto a tu hija que acababa de llegar de la universidad podría no volver a suceder de esa forma a la que estabas acostumbrada.
Tu dolor se convierte en un mero trámite. “Resulta que ahora tienes que enfrentar que tu casa está mal… que tienes que estar haciendo trámites y cosas que en tu vida te habías imaginado que ibas a tener que hacer”, dice Laura. En su caso, visitar oficinas de gobierno que ni siquiera sabía en donde se encontraban, fueron momentos que no le permitieron asimilar que lo que le sucedió, fue una tragedia. “Tengo que hacer cosas, no me puedo poner a llorar en mi casa y pensar, ‘híjole, qué tragedia’”. Hasta que un día, en plena calle, sintió miedo. Esos angustiosos momentos no sabe cómo explicarlos.
En el caso de Laura, han habido dos momentos en su duelo: el primero, explica, fue al inicio, cuando tuvo que aceptar lo que había sucedido; pero ahora, se enfrenta a otro tipo de complicación, porque “¿qué voy a poder hacer para poder solventar lo que me viene encima para que esto se componga?”, se pregunta.

Alejandra habla de una especie de negación. Para ella, regresar a tu vida habitual es estar en tu casa, en tu sitio. “Sigues añorando lo que sabes que ya no tienes”, explica.
Laura recuerda haber pensado que se trataría de un proceso más simple. Que de un día para otro o hasta en ese mismo día, podría regresar a su departamento. No fue así, porque “aquí seguimos”, de pie frente al edificio.
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