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Fleabag hace referencia a “una persona o animal sucio y/o desagradable”. El título de la miniserie británica que ha tomado la conversación en la crítica de televisión estas últimas semanas toma el apodo de su guionista y protagonista: Phoebe Waller-Bridge. Tres años después de su primera entrega, Fleabag vuelve para consolidarse como una de las mejores series de la década.

En la primera temporada acompañamos a Fleabag en sus mínimos intentos por recuperar la solvencia del café que dirige, en los encuentros con su padre (Bill Paterson) y su novia (Olivia Colman) -su también madrina-, en la convivencia con su hermana Claire (Sian Clifford) y en la relación con su novio Harry (Hugh Skinner).@unazuara

En la vida de esta treintañera hay dos sentires. Lo más claro es que Fleabag es una mujer sexual. Conocemos a detalle sus encuentros con hombres. Disfrutamos sus aventuras y humor. Por otro lado, observamos que algo la lastima y culpa. Ya conocemos qué pasó con Boo (Jenny Rainsford), su mejor amiga.

En Fleabag el espectador no está fuera de la pantalla. Existe dentro de la historia como el más grande confidente de la protagonista. Y no es que ésta reconozca su identidad ficticia, sino que utiliza este diálogo unidireccional como un escape de su propia realidad. Esta cualidad del show se engrandece en la segunda temporada.

En la adaptación de su obra de teatro para la BBC, Waller-Bridge decidió utilizar la ruptura de la cuarta pared pues el personaje constantemente se sentía al borde de la confesión. En la nueva temporada aparece el personaje confesionario por excelencia para alborotar los deseos de una Fleabag que busca reformarse de su antigua vida sexual.


El Padre (Andrew Scott) entra en la historia para oficiar el casamiento entre el papá de Fleabag y su madrina. Pronto surge algo entre ellos. Waller-Bridge pone a cuadro un romance prohibido que no es gratuito. La creadora no juzga a sus personajes. Lo que nosotros detrás de la pantalla y lo que el Dios de El Padre piensen es otra cosa.

Fleabag reconoce su soledad y a la audiencia como sus amigos, los que “siempre están ahí”. Cuando El Padre entra a su vida esta confidencia se ve desde otro ángulo. Él nota estos episodios de disociación donde ella parece estar en otro lado. Se trata de una especie de doble ruptura de la cuarta pared, como lo explica Allan Sepinwall en reseña para Rolling Stone. Él es capaz de ver algo en ella que nadie más pudo y con ello él es capaz de vernos a nosotros.

 

Este reconocimiento despierta algo en la forma en que la protagonista se comunica con la audiencia. Es gradual y de repente ya no. En un momento clímax, Fleabag decide. Existen momentos que son solo para ella. Nosotros no tenemos cabida.

La primera temporada nos dio despliegue de la decadencia, del punto más bajo y las consecuencias de lo roto. Waller-Bridge muestra en esta segunda entrega que es posible unir las piezas. Y lo hace manteniendo su estilo ácido y puntual. Las epifanías de Fleabag son momentos, la vida a instantes: una nariz sangrante, un zorro al ataque, la maravilla de encontrarse, un adiós.

Al inicio Fleabag nos anuncia que esta es una historia de amor. Y Waller-Bridge es tan profundamente humana que el resultado de este amor es propio. Fleabag está lista para continuar. Nosotros, sus confidentes sin voz, no tanto.