Cuando nos despedimos me inventé un ritual para dejarte ir. Me pregunto quién no tiene un amor para olvidar. Decidí hacer sola nuestra rutina de los sábados. Pasar la mañana en la Portales.

Me subí al metro de la línea azul, hacía calor. Como siempre sostenida con mi brazo izquierdo del tubo que está junto a la puerta del vagón del fondo. No supe qué hacer con mi brazo derecho porque es el que usé para abrazarte. La mañana estaba cubierta de ceniza, no olía igual.

Cuando llegué a la esquina miré la tienda de materias primas y me pregunté qué haría con todo eso, para quién cocinaría. Nadie más vendría a la fiesta. Desde hace varios años mis noches fueron para ti. Seguí andando, casi me hizo llorar el olor de la tienda de dulces. Caminé hasta el café de la esquina, pedí uno doble y brindé conmigo misma.

Fui al mercado, me senté en la barra que está sobre la banqueta y pedí lo de siempre. Dos tacos de surtida con tortilla azul, de esos que solo hay acá; un consomé de barbacoa grande para compartir. Miré el plato hasta que el caldo se convirtió en grasa.  No comí.

En el mercado de pulgas todo es antiguo. ¿Es posible que algo sea tan olor a rancio y tan bonito? Tuve que salir de ahí, mareada. Me sentí como en una borrachera de recuerdos. Yo no sé de reliquias, pero creo que soy como una de ellas.

 

La calle está envejecida y hay cosas, pero no dinero. Mucha comida, pero no hambre. Gente, pero no tú. Y yo… Voy a llamarte ahora.