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Aún recuerdo cuando era estudiante de Relaciones Internacionales –no ha pasado demasiado tiempo-, en ese entonces el Brexit comenzaba a escucharse en los pasillos como una especie de mito, una posibilidad no compatible con la realidad internacional, avanzaron los días y el tema ganaba terreno en las principales columnas dedicadas al análisis internacional, la emancipación británica se insertó con una velocidad meteórica en la agenda mundial. La lejana posibilidad de coloraciones míticas se convirtió en una realidad tangible, al igual que lo hace la imaginación del artista cuando se vuelve arte material.

Pronto, el debate se volvió solemne y el día del referéndum era inminente, el mundo conocía las circunstancias, en los foros se dialogaba sobre las posibles implicaciones en la economía y en la seguridad europea e incluso se multiplicaron las teorías apocalípticas que anunciaban el fin de la integración. En ese entonces parecíamos saberlo todo sobre Reino Unido y a la vez nadie era capaz de entender lo que sucedía, faltaba una variable por despejar en la ecuación de una verdad incomprensible.

Los resultados de aquel referéndum no fueron derivados de corrientes puramente políticas o ideológicas, las cuales fueron el eje de las dinámicas internacionales y nacionales en el siglo pasado, sino por el contrario, fueron las emociones el motor de aquel proceso y probablemente lo serán del desenlace, tal vez esa fue la variable que no pudimos racionalizar.

El 23 de junio de 2016 fue un parteaguas en la historia moderna, el bloque económico, cuya construcción comenzó con la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (1951), se aproxima al último capítulo del Brexit, el vértigo crece entre británicos y europeos, mientras las incertidumbres se esparcen en el resto del globo.

En el reino de la política y de la gobernanza las razones callan cuando las emociones andan, pero la razón vuelve cuando las emociones chocan con la realidad.

El protagonismo de las emociones en los teatros democráticos representa un viraje cerrado en la forma de hacer política y de gobernar, no porque no existiese anteriormente, sino porque ahora puede convertirse en el único eje de interacción. En el debate latinoamericano, la democracia liberal pierde constantemente posiciones ante la consolidación de la política de las emociones (mal llamado populismo), la cual dejó de comportarse como brotes aislados, para convertirse en una insurgencia fortalecida y común.

La historia contemporánea se ha definido en el marco de la contraposición de ideologías, liberales vs conservadores, republicanos vs monárquicos, capitalistas vs socialistas, derechas vs izquierdas, etc., las cuales se robustecieron a partir de emociones, sin embargo, las emociones siempre estuvieron alineadas a posturas determinadas y a menudo fueron objeto del tráfico político, en contraste, ahora las emociones están por emerger por encima de las ideas. En palabras del profesor Dominique Moïsi, este será el siglo de las emociones.

La complejidad de las ideologías, sus malversaciones políticas y la creencia efervescente de un “fracaso del orden mundial”, probablemente hayan condenado a la política y gobernanza ideológica a su extinción, entonces el sistema será ampliamente dominado por las emociones, que a diferencia de las ideologías no se eligen y no pueden negarse. La supremacía de las emociones disolverá el contrato social, en esta teoría el mundo y la gobernanza será de percepciones y no de realidades.

Las ideas son a prueba de balas, las emociones son a prueba de realidad.